Cuando Leonel Fernández asumió la Presidencia, en agosto de 1996, mis dos nietas no habían nacido. En el 2020 cuando intenta volver al poder, la mayor estará  en su tercer año de carrera  y la segunda entrará a la universidad. La pretensión de quien ha sido tres veces presidente desafía las leyes del tiempo y de la historia. El país quedaría congelado en el pasado, víctima de la ambición de un liderazgo mesiánico resistido a aceptar que todo en la vida tiene fin y que la inmortalidad es uno de los tantos mitos que el narcisismo y la excesiva autovaloración generan.

En mayo del 2020, cuando nos toque nuevamente acudir a las urnas, cientos de miles de electores, talvez dos o tres millones en condiciones de ejercer el sufragio, no existían cuando el señor Fernández se ciñó por primera vez la banda presidencial. ¿Puede una nación moverse hacia el futuro quedándose en el pasado? ¿Podría hacerse en un cuarto mandato, 24 años después de inaugurarse en el cargo, lo que no se hizo o dejó de hacerse en tres anteriores? Y peor aún, quién o qué le garantizaría a la República que no se repetirían los hechos que la permisividad permitió en todos esos años.

La pasión por la vuelta al pasado es un virus en la sociedad política dominicana, con mucha gente de diferentes partidos con cargos electivos desde hace dos décadas, aspirando a posiciones en las elecciones próximas, sembrando de escollos el tránsito hacia una nueva generación que traiga luz y esperanzas  a una nación ávida de reformas.

En este mismo espacio predije el 20-11-15 que las pretensiones de un regreso  del expresidente en el 2020, ajenas a toda razón, se dieran o no, congelarían la dinámica de su partido, que ya él fragmentó, poniendo obstáculos a la posibilidad de que allí surgiera un relevo generacional que reivindique los valores  engendrados cuando el  ideal de redención social llenaba allí  los corazones.