Votar no es una obligación ciudadana. La Constitución, en su artículo 208, lo define como “un derecho y un deber”.  Y los ciudadanos conscientes deben ejercer sus derechos con sentido de responsabilidad. Esa ha sido la clave del fortalecimiento de la democracia y de los derechos ciudadanos en países que han salido de la oscuridad derivada de la falta de transparencia, no sólo en la conducta de los gobiernos, sino en el proceder de los individuos.

De manera que votar por hacerlo no le hace ningún servicio a la democracia. Los partidos tienen que ganarse el favor del electorado en base a la selección de candidatos que reúnan condiciones morales para el desempeño de funciones públicas, sea desde el Poder Ejecutivo, como en el Congreso y los municipios.

En muchos países existe el voto en blanco o de protesta. En Colombia, por ejemplo, cuando ese voto supera el 50 por ciento del sufragio para cualquier cargo o demarcación, los candidatos afectados quedan inhabilitados por el resto de sus vidas para presentarse en futuras elecciones, para ese y otros cargos.  Digámoslo de manera más sencilla. Bajo esa regla, si en las próximas elecciones los candidatos a senadores o cualquier otro puesto en una provincia llegaran  en conjunto a obtener menos sufragios que los votos en blanco, jamás volvería a ser candidatos a ningún cargo. A muchos lectores pudiera  esto parecerles demasiado severo. Pero otros lo verían como una receta adecuada a las malas experiencias nacionales.

A falta de esa modalidad, la abstención sería una forma de protesta. El derecho al voto implica el derecho a la abstención. Sucede como en las demás libertades. El derecho de asociación conlleva el derecho a no asociarse. En una sociedad libre nadie puede ser obligado a pertenecer a un partido o a un sindicato, tampoco puede ser forzado a votar por candidatos en los que no confía.