Este domingo se clausuró en Roma la Cumbre extraordinaria convocada por el Papa Francisco para enfrentar el escándalo de los abusos sexuales que han estado saliendo a la luz pública en el seno de la Iglesia Católica, arrastrando la responsabilidad compartida entre los autores materiales y los dignatarios que arrojaron un velo de silencio sobre los mismos a lo largo de varias décadas.
Como si fuera polvo barrido y colocado debajo de una alfombra, era lógico de esperar que en algún momento la cantidad acumulada brotara a la superficie, envolviendo y poniendo en crisis el prestigio de la milenaria Iglesia que por más de veinte siglo ha sobrevivido a todo tipo de conflictos internos, errores, persecuciones y críticas basada en el sólido fundamento de una fe religiosa que tiene como seguidores a más de una sexta parte de la población mundial.
Desde el punto de vista numérico la realidad es que la cantidad de sacerdotes involucrados en los abusos sexuales resulta mínima si la comparamos con la del más de un cuarto de millón de sacerdotes, misioneros y monjas que a lo largo y ancho del planeta no solo son portavoces sino también fieles practicantes del código moral que acompaña la fe católica, resumida en las Tablas de Moisés, los diez mandamientos.
Muchos de ellos combinan la misión pastoral con un efectivo e invaluable trabajo social, que los convierte en auténticos y confiables líderes comunitarios. Salvando las distancias, son muchas las monjas que constituyen réplicas del trabajo humanitario de la Madre Teresa, y muchos también los sacerdotes que siguen las huellas de San Francisco de Asís, convertidos en portavoces y defensores de los sectores más humildes y empobrecidos. En República Dominicana tenemos sobrados ejemplos.
Es sobre esa Iglesia, sin embargo, que envuelve en espesas sombras el escándalo de los sacerdotes pedófilos que brindan abundante y llamativo material de divulgación a los medios de comunicación, y materia prima a no pocos escritores.
De ahí la necesidad de que la Iglesia haya decidido enfrentar con la mayor energía, “con la ira de Dios” fue la expresión utilizada por el Papa Francisco, estas piedras de escándalo. Primero, asumiéndolas a la luz pública, y luego tomando las medidas correctivas para aplicar las debidas sanciones, y en base a esta penosa experiencia, adoptar las más exigentes medidas de prevención para evitar la futura ocurrencia de estos hechos vergonzosos, y de suceder no apelar al disimulo ni maniobras evasivas de culpable encubrimiento.
Al final, al culminar el cónclave que reunió en el Vaticano a unos ciento noventa obispos y líderes religiosos de distintos países, el cardenal Federico Lombardi, quien fungió de moderador, sirviendo de portavoz del Papa informó que en breve el Estado del Vaticano emitirá una ley con directrices para prevenir el abuso sexual en menores. La misma entrará en vigor en la propia Santa Sede y comprenderá a la curia y su burocracia.
Viniendo de la más alta autoridad de la Iglesia Católica, el Papa Francisco, se trata por consiguiente de un compromiso con su autoridad moral y su credibilidad ética. Un compromiso sagrado de cuyo cumplimiento dependerá el destino de la institución como rectora de las directrices espirituales que norman el comportamiento de vida de los mas de mil doscientos millones de seguidores con que cuenta en el mundo.