El régimen político dominicano acusa un creciente agotamiento. Los partidos políticos y clases dirigentes que administran y se enriquecen con esa estructura, cada día pierden más credibilidad frente a la población. Son muy pocos los dominicanos que realmente creen en sus líderes y partidos. Para una inmensa mayoría del país son corruptos, depredadores y deshonestos. Una conjunción de clientelismo con medidas de apaciguamiento social dirigidas a sectores populares (bono gas, reparto de migajas y estabilidad en los precios de productos básicos) es lo que mantiene en el poder la actual élite dirigente pese a su enorme descrédito. ¿Hasta cuándo esas élites mantendrán el poder sin una reacción contraria del pueblo? Considero que esa reacción ya se está fraguando en la mente de muchos dominicanos. Solo falta que se dé la coyuntura para que se materialice en forma de respuesta electoral. Y en una sociedad conservadora y moralista, formada por un sistema de educación diseñado para disciplinar y no para liberar, esa respuesta, muy posiblemente, vendrá del conservadurismo. 

La tesis que sostenemos, en ese contexto, es que el Bolsonaro dominicano ya está ahí. Existe en la mente de esos dominicanos conservadores que, ante la delincuencia rampante, piden más policías y celebran cuando matan un delincuente. Pero no se detienen a pensar en algo tan simple como por qué los delincuentes son casi siempre morenitos pobres: ¿no será que es realmente un problema de falta de oportunidades y formación y no de falta de policías? El Bolsonaro dominicano está ya en esa moral anacrónica que prohíbe que una muchacha se peine como quiera para ir a la escuela. Está también en esa idea del orden heredera del trujullismo en la que controlar y mantener la gente a raya es más importante que garantizar derechos ciudadanos.

El Bolsonaro dominicano se ve en esa cultura de jefes y siervos donde cualquiera que tenga dos o tres pesos es llamado “patrón” por el otro menos pobre. Y en esa dinámica de empleadas domésticas donde una muchacha que limpie, más que una cuestión práctica, es una necesidad de tener a quien mandar e incluso pisotear. Pues tenemos una sociedad en la que pisotear al otro es algo natural; forma parte de una normalidad donde hay quienes son menos y por encima de los “patrones” no está nadie.

La educación que tenemos en el país (más allá del slogan publicitario de la “revolución educativa” del actual Benefactor de la Patria) nos viene de la idea de educación que concibió el trujillismo. Una educación profundamente enmarcada en el paradigma moderno de la disciplina (Foucault). De masas que había que disciplinar para civilizar. Para el trujillismo, al dominicano había que disciplinarlo para que entrara en el redil del “progreso”. Por ello Trujillo ató educación con las ideas de disciplina y patria. De ahí un sistema educativo efectivo en enseñar una narrativa nacional en contraposición a su negación, esto es, lo haitiano al tiempo que enseña al dominicano que existen jerarquías y por tanto hay cosas y personas por encima de otras. La modernidad occidental desarrolló una educación disciplinar para formar individuos que construyeran el estado moderno, y a su vez, fueran funcionales a la narrativa de la nación y a la nueva maquinaria capitalista. En nuestro país, el trujillismo creó una educación para formar personas obedientes y que naturalicen jerarquías en una lógica de jefes y siervos.

Nunca en el país se cambió esa idea de educación. Sobre todo, porque ha sido altamente beneficiosa para las élites que nos gobiernan desde el poder político y económico. En un paradigma de jefes y siervos los de arriba siempre van a estar muy cómodos si los de abajo aceptan su lugar. Y, como señaló Freyre, en una educación que no sea liberadora el dominado lo que querrá es parecerse al dominador. No buscará cambiar las cosas para que no hayan dominados. Por tanto, el Bolsonaro dominicano está ahí formándose todos los días en las aulas dominicanas en el marco de una cultura de jefes y siervos.

Ahora bien, hay otros factores que debemos considerar en esta reflexión. En la sociedad dominicana actual se da la paradoja de que, por un lado, tenemos una población moralista y conservadora como vimos, y por otro, un país de libertinaje y obscenas formas de exhibicionismos. El proceso de crecimiento económico y cierto desarrollo (fundamentalmente material) que ha experimentado el país ha traído consigo nuevas formas en que el dominicano define su felicidad. Enmarcada en un contexto mayormente rural, la dominicana era una sociedad de aspiraciones modestas. El dominicano se contentaba con tener lo de comer, una buena casita para su familia y tiempo para echarse sus tragos y escuchar sus bachaticas. Sin embargo, con la irrupción de esta sociedad urbana de gigantescas torres y vehículos de alta gama la idea de felicidad es otra por cuanto las aspiraciones y proyecciones cambiaron. Ahora, para “estar bien” hay que tener mucho dinero, vivir en una torre y andar en un vehículo caro. El que va en un motor o un Sonata no es nadie. Esto, que parece superficial, es central para entender la transformación que ha experimentado nuestra sociedad y cómo ello incide en lo que somos actualmente. Y, también, cómo se entremezcla todo este “modernismo” escandaloso con una sociedad que todavía se forma bajo paradigmas antiguos de educación disciplinar.

Así, es que ha surgido esta sociedad de libertinaje y exhibicionismo donde el que tiene dinero hace lo que quiere. Esa búsqueda desenfrenada de bienes materiales para exhibir, o lo que es lo mismo, ser feliz choca con mayorías pobres que no tienen ni tendrán acceso a ningún tipo de riqueza material. He ahí una de las causas fundamentales de una delincuencia común, que llevan a cabo muchachos de barrio para comprarse tenis Jordan y cadenas de oro. O de funcionarios que roban para mudarse a la torre de moda y para regalar yipetas a sus queridas. De periodistas que se venden al partido hegemónico para ganar millones y comprarse villas donde antes solo ricos y blancos de apellido podían entrar. Una cultura de exhibicionismo obsceno que persigue a toda costa el dinero en función de fines superfluos. Una sociedad de falsas posturas y vacía de contenido.

Todo eso está siendo observado por la moral conservadora que preside la mente de la mayoría de dominicanos. El Bolsonaro dominicano que describimos podría ser finalmente la respuesta a todo ello. Mentes conservadoras formadas para obedecer no para cuestionar. Que buscarán una salida en la moral y no en la emancipación ni la extensión de derechos, pues lo que se debe hacer es precisamente controlar un libertinaje que sí está ahí. Mentes que quieren un nuevo Trujillo para que discipline a los siervos. Cualquiera que logre una posición de visibilidad y notoriedad pública desde la cual posicionar sus mensajes, y asuma el discurso de que viene a acabar con el desorden, logrará amplia aceptación hoy día en el escenario político dominicano.

En ese contexto, si a un nieto del último referente de orden y disciplina que tuvimos le dan espacio y le dejan jugar como a los otros, se puede convertir en el Bolsonaro que de la mente del dominicano pasaría al Palacio Nacional. No importa que no diga nada y mucho menos importará el desastre que dejará después. ¿Ya tenemos nuestro Bolsonaro?