Playas sí. Piscinas públicas, ríos y lagunas no.
Casinos, cines, teatros… cerrados indefinidamente. Restaurantes y hoteles abiertos.
Este artículo es de inspiración egoísta. Desde que todo esto empezó, me ha venido causando escozor la aparente futilidad de lo jurídico ante las demandas para hacer frente a la calamidad. ¿Es que nuestro ámbito no es esencial? Todo lo contrario. El entramado jurídico es de gran trascendencia en la batalla contra el Covid-19 y en nuestra supervivencia después.
Las condiciones sanitarias extremas justifican el incremento de la actuación pública bajo el marco excepcional del Estado de Emergencia, que es el trazado constitucional ante el advenimiento de circunstancias inusuales que pueden hacer zozobrar la sociedad. A la par que otorga a las autoridades facultades extraordinarias para enfrentar la amenaza, evita que el apremio derive hacia un poder omnímodo que en aras de la seguridad, quebrante principios y derechos que son fundamentales para la subsistencia del ordenamiento, en perjuicio de la libertad.
El sistema jurídico delimita el campo de batalla para facilitar que las decisiones públicas sean apropiadas y mantiene lo necesario para que continuemos desarrollándonos en el régimen que como sociedad nos hemos conferido.
Esto lo logra a través de una equilibrada dinámica entre los tres poderes. El Poder Legislativo faculta competencias exorbitantes al Ejecutivo, le establece límites y lo controla. El Poder Judicial está llamado a proteger al ciudadano de las actuaciones arbitrarias o abusivas de los otros dos poderes. En nuestro país, está regulado por los artículos 262 y siguientes de la Constitución y por la Ley núm. 21-18.
Por lo tanto, el primer punto de control es que las decisiones públicas prioricen la razón que condujo a la declaratoria de emergencia. El segundo es que la limitación de derechos fundamentales provenga directamente de las autoridades que manda la ley. El tercero es exigir y valorar los informes continuos, no solo de estadísticas de enfermos y recuperados, sino de acciones concretas.
En nuestra realidad “covidiana”, un coro de voces del sector público ha decidido un catálogo de medidas. En el interregno entre estados de emergencia, el Ministro de Salud hizo una declaración de epidemia nacional bajo la Ley General de Salud, en cuyo contexto ordenó el cierre de algunas categorías de negocios (casinos, cines, teatros…). La escueta resolución tiene varios agravantes. A la cuestionada competencia del Ministerio se le agrega que el cierre se produce sine die -es decir sin fecha para su reapertura- y no existe un check and balance eficaz. El Ministerio tiene todos los sombreros: regula, supervisa, sanciona.
En el mismo interregno, la Defensa Civil clausuró el acceso a balnearios, ríos, playas etc. Luego, alguien corrigió que las playas no. Producto de una desescalada previa que se desordenó, los hoteles y restaurantes se encuentran abiertos y las fronteras aéreas y marítimas por igual.
Finalmente, el pasado 13 de julio, el Congreso declaró un nuevo Estado de Emergencia por 45 días, que reincorporó el toque de queda.
Las decisiones son dispersas y ambivalentes. En las mismas se advierte la influencia de varios criterios:
i) Lo sanitario, en dosis diferentes.- Se puede ir a las playas, mientras se prohíbe el acceso a otras aguas públicas. Sin embargo, esas actividades no tienen diferencias significativas, implican sol, agua, aire libre, la dificultad de usar mascarillas y la potencialidad de jolgorio. Tampoco se discierne el punto de vista de que un restaurante pueda funcionar bajo ciertas condiciones, mientras que un casino no puede operar, en parecidas circunstancias, ni ahora ni se sabe cuándo. Ni en la apertura de las iglesias y las bancas de juegos.
ii) Lo económico, por partes.- Los hoteles y los restaurantes se reabrieron en la Fase II de la desescalada y permanecen abiertos. Esto lleva a múltiples consecuencias, como que ahora nos percatamos de lo contraproducente de que alguien viaje a una isla caribeña de playas prohibidas. Ojalá que nuestros bañistas de aguas dulces no migren masivamente hacia las saladas.
iii) El que tiene más saliva, come más hojaldres.- La democracia se nutre de grupos de presión. No hay que explicarlo.
En las crisis, las restricciones a ciertos derechos fundamentales se permiten provisionalmente y bajo modalidades específicas, para que otros derechos igualmente importantes no perezcan, en este caso la salud y la vida.
La adecuación de esas restricciones depende de su apego al interés sustancial identificado como racional de la emergencia (evitar la propagación de la pandemia), la capacidad de anteponer el derecho que la norma viene a resguardar (la salud) y que la dinámica se verifique entre los actores identificados por la ley.
Perdemos el enfoque al calor de la fragua. El remedio es volver al delicado equilibrio que el diseño constitucional establece para las situaciones de emergencia nacional. Este es el que permite asegurar la razonabilidad y temporalidad de las medidas y el que posibilita los controles pertinentes. En la medida que nos desviamos, corremos el riesgo de perder la batalla del Covid y afectar en modo discriminatorio y desproporcionado (de menos o de más) libertades imprescindibles.
La hoja de ruta del camino constitucional asegura la preservación del enfoque y que funcionen los contrapesos.
El derecho es más que un compendio de procedimientos. Seguimos necesitándolo.