"Según van traicionando los amigos – y la muerte es también una traición- nos vamos convirtiendo en monumentos"

Joan Margarit.

La literatura tiene mucho de intimidad, de círculo cerrado, de universo que se agota en sí mismo. Por esta razón prefiero el cuarteto de cámara a la sinfónica, la hendija antes que las grandes ventanas, la terraza discreta en vez del frio salón. Escribir es elegir en última instancia el bajo presupuesto en la ejecución de cualquier proyecto; es sentirse el explorador que penetra la selva en busca de un sencillo escarabajo, ese aventurero que en su camino obvia al elefante y al rinoceronte por grandes y demasiado exuberantes. Es enjaular, capturar lo pequeño sobre todas las cosas, una vez que nos adentramos en la maleza de aquello que pretendemos contar.

Una casa frente al malecón, con una puerta cuya aldaba yo tocaba por pura travesura para salir luego corriendo, es el inicio de esta historia que enlaza con la arquitectura y con un ascensor que quedó detenido en el último piso del edificio Baquero de la ciudad de Santo Domingo. La vivienda a la que me refiero fue primero lavandería y posteriormente la residencia de la familia Reid Baquero. Años más tarde la edificación se ampliaría para albergar las oficinas de la firma William J. Reid Cabral Ingeniero y Arquitectos S.A. Ese lugar, que llamaba poderosamente mi atención al regresar de la pequeña playita de Guibia, está ubicado en la esquina de la Avenida Máximo Gómez con la George Washington.

Mi atracción al pasar frente a esa casa me hacía siempre fantasear. Su muro perimetral, bordeado de rojizos ladrillos calados, me obligaba a imaginarla, a crear un mundo especial tras su puerta de entrada. A través de algunas aberturas se mostraba al exterior una pequeña porción de su misterio y uno podía, a veces, contemplar diferentes animales: ovejas, perros, rápidas ardillas y hasta un burro. Mucho tiempo después logré saber que éste se llamaba Timoteo. La vegetación en el patio era la protagonista principal de aquel lugar  y parecía generar espacios íntimos, propicios para una charla amena y discreta, o al menos eso pensaba yo. Muy cercana a la calle Independencia, la construcción lucía una fachada blanca y a través de un cristal se podía ver un piano de cola en el centro del salón. En aquel momento yo no tenía aún ni siquiera una idea remota acerca de la existencia de diferentes clases sociales, sin embargo y sin saberlo mis ojos trataban de observar curiosos el interior del hogar de una de las familias más importantes e influyentes de la burguesía dominicana y uno de los mayores representantes, en el plano profesional, de la arquitectura de nuestro país. El cabeza de familia, el Arquitecto William J. Reid Cabral y su entorno más cercano llegaron a relacionarse con David Rockefeller de un modo tan próximo que éste último llegó a ser el padrino de una de sus hijas. La participación de Reid en la remodelación del The Chase Manhattan Bank –en la Isabel la Católica con Mercedes– y la posterior construcción de la oficina principal del mismo banco en la Avenida Tiradentes con la John F. Kennedy, afianzaron su amistad. El catálogo de obras del prestigioso arquitecto abarca desde el edificio de la Asociación Popular de Ahorros y Préstamos, hasta la antigua ferretería Americana de la Avenida San Martín, pasando por un sinfín de importantes construcciones.

Si para algunos ver mejor implica poner un mar de por medio, en mi caso rastrear los detalles nimios y aparentemente insignificantes de una familia de la alta burguesía de mi país es como aproximarme, cual entomólogo, al  hallazgo afortunado de aquel escarabajo perdido en la profundidad de la selva. Y es que en esta vida existe en todo cuanto acontece una madeja oculta, hilos con conexiones enmarañadas que no nos permiten atisbar con claridad la realidad. Cuando esto sucede inventamos un mundo alternativo. Por esta razón los creadores de historias, de cuentos y de novelas buscamos la casilla oculta en el tablero, la que ordena las piezas y recompone de nuevo el juego. Y así, poco a poco, una cosa nos va llevando a la otra. En mi caso la casilla en el tablero que permite desentrañar y empalmar el hilo en esta narración es la señora Baquero, esposa de William Reid e hija de Manuel Baquero, uno de los propietarios del edificio conocido por el apellido familiar.  Ella es el puente que nos lleva hasta esa imponente construcción elevada.

Los vasos comunicantes entre los sectores de la clase alta son cercanos  y cada uno de ellos irriga al otro. Los apellidos descienden en cascada hasta desembocar en un mismo río. No ha de sorprendernos que el edificio Baquero, construido en el año 1927 por el ingeniero puertorriqueño, Benigno Trueba, marcara toda una época de florecimiento en el desarrollo urbano de esta ciudad. Este fue levantado en la zona principal de la capital, en la calle del Conde y su característica mole desafiante le permitió imponerse con orgullo sobre todo el entorno. Un edificio tan singular parecía absolutamente impensable en aquella época, pero unos hermanos, inmigrantes españoles, lograron financiarlo con decisión y fuerza. Habían apostado desde el inicio de su aventura en estas tierras por el ámbito de la ferretería y lograron con el tiempo, gracias a la diversidad de su oferta en materiales y elementos de construcción, ser parte importante del desarrollo de un país, que sólo tres años más tarde sería azotado por un ciclón intenso y de proporciones dantescas.

Margarita Baquero, una esbelta y bella mujer, había conocido a William Reid muy joven, desde los días en que pasaban los fines de semana en la casa de Boca Chica. Mientras todo esto sucedía, paralelamente la silueta de la ciudad  se iba llenando de nuevos edificios construidos en concreto armado como respuesta al tifón de los años treinta, ocurrido quince días antes de asumir el poder el dictador Rafael Leónidas Trujillo. El ingeniero Trueba interpretó como nadie el período histórico que le tocó vivir y no desaprovechó el tiempo. Fue creando, entre 1924 y 1930, las más importantes edificaciones de la época: el edificio Cerame, el Baquero, el Díez y  el Olalla. De todos ellos sin duda el Baquero es el que expresa con mayor rotundidad la personalidad de la época. Sus siete plantas y su ascensor lo distinguen y le hacen destacar entre el resto. El remate en  lo alto de una torre que altanera mira hacia el noroeste, hace de él un diseño novedoso y ecléctico. La dinámica que imprimen a sus dos fachadas los balcones grises, lo convierten en un referente arquitectónico fundamental no sólo entonces, sino a día de hoy. Pero como toda reliquia, el edificio ha ido generando su propia leyenda. Su abandono, hace ya más de veinte años, no solamente lo fue llenando de polvo y asentando musgosas zonas en sus rincones, sino que como si de un cuerpo vivo se tratara se mueve por dentro y en su interior ha creado un mundo propio con la llegada de ocasionales inquilinos que deambulan por la zona en busca de refugio seguro donde pernoctar. Cuentan, algunos de sus nuevos ocupantes, que en las madrugadas pueden escuchar pasos subir y bajar las escaleras. Otros afirman haber visto el celaje de una mujer cruzar de un salón a otro y que en un pasillo largo y de luz mortecina del último nivel se siente la respiración entrecortada de alguien. Después de tener conocimiento de estas historias me acerqué a la zona y tuve un encuentro con uno de los propietarios de un restaurante cercano al Baquero. Éste me narró la leyenda del ascensor detenido en el último piso. Le escuché con la respiración contenida. Nos habíamos  sentado en una de las mesas, desde la que a través de los cristales se podía ver a los transeúntes pasar.  Era éste un señor de unos noventa años que conocía al detalle cualquier dato de la construcción de dicho edificio.

Antes de comenzar nuestra charla pidió un par de tragos de licor e inquirió la razón de mi curiosidad. Le dije que buscaba conocer lo que está por debajo de las piedras y entonces, con parsimonia, se tomó un breve tiempo en el que pareció sopesar mi respuesta y a continuación inició la historia. -A mediados de la década de los cuarenta visitaban regularmente este negocio destacados miembros de la Falange española. Aquí se celebraban importantes reuniones. Recuerdo entre sus miembros más activos a Resumil Aragunde y a José Sanz Lajara entre otros. De vez en cuando se dejaba caer también por aquí el ingeniero Benigno Trueba. Los encuentros normalmente se extendían hasta altas horas de la noche. En el mes de julio de 1944 -si la memoria no me falla añadió, se instaló en el quinto piso del edificio de enfrente una elegante y hermosa mujer. Se llamaba Elena Hartmann Meyer y su aire, un tanto aristocrático, la hacía muy atractiva para los hombres que venían a este lugar. Solía sentarse sola en la última mesa de aquel rincón – me dijo señalando con el dedo un lugar oscuro del recinto. Pedía un coñac y fumaba dos o tres cigarrillos, mientras esperaba a su contertulio. Vi muchas veces sentados junto a ella a importantes simpatizantes falangistas y en  algunas ocasiones estuvo reunida con el Agregado Comercial de la legación italiana.  Tenía que ser una persona muy importante si uno mira la gente que solía sentarse a su lado. Durante los fines de semana acostumbraba a quedarse en sus habitaciones. Era de dominio público que un importante ingeniero le ocupaba las horas en esos días. La realidad es que parece claro que aquella mujer no solo tenía un gran poder político, sino que también poseía cualidades con las que  dominar a sus oponentes. Yo la observaba en la distancia -me dijo en voz baja, consciente tan solo de mi papel de dueño de este establecimiento en el que ella distraía su tiempo libre bebiendo tranquila una copa mientras aguardaba al acompañante de turno.

No sé por qué en ese instante pensé que todo estaba a punto de terminar, pero no fue así.  A continuación su relato adquirió un tono más confesional y a la vez más vehemente – Usted quiere conocer lo que existe por debajo de las piedras, la razón por la que hubo un ascensor detenido en lo alto de un  edificio –dijo y yo noté que en esta ocasión hablaba desde la pertenencia e involucrado por completo en la historia del inmueble. Pues antes que nada, prosiguió, debo decirle que la curiosidad es diabólica. Escudriñar aquello que se nos esconde no es saludable para el alma, pero ya que ha llegado usted tan lejos no le dejare ir sin la satisfacción de alcanzar su objetivo. La señora Hartmann Meyer cometió un acto de alta traición. Como agente de causas alemanas suministró información a los aliados. Un insignificante desliz por su parte la delató. No se pudo hacer nada salvo cobrarle el precio de su traición. La obligaron a entrar en el ascensor y rompieron las cadenas. Quedó bloqueado, en otras palabras inhabilitado para siempre en su función. No hubo alternativa. Nunca la hay en estos casos. Desde entonces su espíritu y el monumento que la alberga están infectados por el error cometido, de ahí sus inquietos paseos nocturnos, el incesante subir y bajar de escaleras, los jadeos y su respiración agitada por oscuros pasillos. Hizo entonces una pequeña pausa y de repente y por un segundo pude captar la satisfacción en sus pupilas. Por último,  prosiguió, mi recomendación es que abandone por completo su interés por este asunto y que jamás mire, al pasar por la calle del Conde a altas horas de la madrugada, hacia los ventanales de ese quinto piso. Lo más probable es que vea, asomando tras los cristales, el rostro de Elena Hartmann con lágrimas en los ojos.