Hace tiempo, encontré en una mesa de saldos un libro que prometía «curiosidades y casos increíbles del deporte más popular del mundo». Estaba escrito por el periodista argentino Luciano Wernicke y vaya sí contenía anécdotas futboleras interesantes, como la de Bert Trautmann, un soldado alemán que dejó el fusil (quizás debería decir el paracaídas) para defender el arco del Manchester City.
Trautmann nació en Bremen, en 1923. En esos años de la posguerra, la gente sufría para sobrevivir, todo escaseaba: alimentos, trabajo, oportunidades… Por eso, el niño Bert salía cada mañana a mendigar. Ante tal situación, se le ocurrió participar en las Juventudes Hitlerianas y, más tarde; en la Fuerza Aérea del Tercer Reinch, llamada Luftwaffe. Como dice el refrán: «nadie sabe para quién trabaja», pues si no se hubiera inscrito como voluntario en el Ejército Nazi, nunca hubiera puesto un pie en las Islas Británicas y entonces, no se hubiese dedicado al futbol.
En efecto, luego de pelear en varios frentes, fue capturado por las tropas aliadas y enviado a un campo de prisioneros de guerra en el Reino Unido. En su vida había pateado una pelota, ni practicado ningún deporte, hasta que el director, un escocés medio chiflado, empezó a organizar torneos de futbol y a todos sorprendió su dominio del juego.
Después de purgar tres años de condena, no quiso regresar a Alemania; él culpa a las inglesitas, que le quitaban el sueño de tan lindas. De tal suerte, la invitación del equipo amateur St. Helenes Town AFC, para que defendiera la portería, le cayó del cielo –¿cómo las bombas que sus colegas de la Luftwaffe arrojaron por media Europa, preguntará algún malhora?–.
Un año después, en 1949, sucedió lo impensable: varios clubes profesionales le echaron el ojo, que si el Tottenham Hotspur, que si el Arsenal, aunque fue el Manchester City, quien finalmente se haría con sus servicios. El City era entonces un equipo de bajo presupuesto, pero con mucho arraigo entre las clases populares de aquella urbe industrial. Las estrellas jugaban en la otra escuadra vecina, el Manchester United. No como ahora, que el club es propiedad de un jeque y cuyo entrenador Pep Guardiola, el niño consentido de Cataluña, dispone de jugadores costosos. Sin embargo, desde que la billetiza creció en las arcas, los «celestes» siguen sin conquistar La Orejona, en la Liga de Campeones.
El traspaso no fue nada sencillo y estuvo a punto de caerse, pues las heridas de la guerra estaban muy frescas y la gente no quería que un nazi fuera el responsable de espantar los goles. Hubo protestas y hasta amenazas de boicot, pero el club, por increíble que parezca, mantuvo su decisión y el alemán se ganó a la hinchada salvando la meta una y otra vez. Como apunta Wernike: logró canjear insultos por aplausos.
El momento sublime de Bert, que defendió durante quince temporadas la casaca del City, llegó en la final de la FA Cup de 1956, en la que jugó más de veinte minutos con el cuello fracturado. El Birmingham perdía 3 a 1, pero ansiaba empatar a como diera lugar. En esas estaba, cuando el portero alemán sale a despejar una pelota peligrosa en el área y choca con un rival, que le propina tremendo rodillazo detrás de la oreja. Al momento del golpe no sentí nada, estaba atontado, parecía que jugábamos en medio de la niebla, comentó. Días después, al hacerse examinar, los médicos estaban sorprendidos: cualquier otro hubiera quedado fulminado en el acto. Pese a su fortaleza, la lesión lo dejó seis meses fuera de circulación, pero su regreso fue triunfal.
Si bien nunca fue seleccionado nacional, durante el Mundial que tuvo lugar en Inglaterra en el 66, formó parte del cuerpo técnico, dado su conocimiento de la Premier League. No obstante lo anterior, a lo largo de su carrera consiguió muchos récords, como el de ser nombrado el mejor futbolista del año en Inglaterra y, también para formar parte en el Salón de la fama del futbol británico.
Según Borges, a la realidad le gustan las simetrías. Bert Trautmann, que primero había ganado la Cruz de Hierro por su coraje en el campo de batalla, más tarde se hizo merecedor de otra condecoración. En 2004, la Reina Isabel le otorgaría la Orden del Imperio, por contribuir con sus paradones a la reconciliación de los pueblos que antes estuvieron a duro y dale. Desbordado por la emoción, el guardameta dijo sentirse más inglés que alemán, aunque en el brindis que siguió a la solemne ceremonia, estoy seguro que cada vez que atajaba una copa de champaña decía Prost, en lugar de Cheers…