A principios de los años 60, la televisión española aún estaba en paños menores, hacía poco que había comenzado su retransmisión e sus estudios en un chalet del Paseo de la Habana de Madrid, y como es lógico aún faltaban muchísimas cosas para lograr la profesionalidad de hoy en día, tales como técnicos, equipos, decorados, experiencia, comunicadores… y muchas de las cosas que se producían dejaban ver estas carencias de principiantes, sobre todo con los micrófonos largos para colocarlos por encima de las cabezas, llamados “jirafas”, que a cada rato se dejaban ver dentro de los encuadres de las escenas de las entrevistas, para regodeo de los espectadores, o al final de los programas cuando tardaban en cortar o pasar a otro programa y dejaban a los locutores o presentadores un buen rato esperando, y estos comenzaban a mirar para todos lados, o gesticulaban un tanto desesperados para que se terminara de una vez.
Bien, como la publicidad no pierde ripio en ninguna ápoca ni en ningún país, comenzó a experimentar con la televisión, no obstante que habían muy pocos receptores y el alcance de la misma era muy limitado. Para ese entonces, los muy escasos anuncios que aparecían, se hacían “en directo y en vivo” es decir, delante de la cámara, sin enlatados, ni casetes, ni CD’s, ni nada por el estilo, puesto que les faltaban unas décadas para inventarse.
Uno de los anuncios que aún recordamos los canosos de ahora, y jóvenes de esa época, por la anécdota de lo sucedido durante la transmisión, era el de un coñac, llamémosle Fulano, una marca muy prestigiosa que creyó en las bondades de la televisión como medio para publicitarse. El caso es que la escena para el anuncio estaba ya montada, un señor elegantemente vestido, sentado con mucho estilo, una copa sostenida con gracia en la mano, y un parlamento bien aprendido pues no había ocasión de repetirlo, una mesa bien puesta con una botella, los publicistas detrás de las cámaras dirigiendo el asunto con cuidado para que todo salga a la perfección, y … ¡acción!
El protagonista comienza a decir que el coñac Fulano es muy agradable, que tiene mucha calidad, tantos años de envejecido, un aroma maravilloso… y continua con un rosario de alabanzas sobre el producto, que si esto, aquello, lo otro, los publicistas al ver qué el tiempo pasaba y no lo tomaba, comenzaron a hacerle señas y gestos para que lo bebiera. El modelo, desviando la mirada hacia ellos, con una cara entre la extrañeza y la preocupación, les respondió: “es que a mí no me gusta el coñac” .
Ahí fue la hecatombe, el holocausto, la revolución, el harakiri de los creativos. Se cortó la emisión como se pudo, seguro que pasarían unos pocos segundos interminables, y no sabemos qué le sucedió al protagonista, suponemos que le debieron decir desde barriga verde, hasta del mal que se iba a morir, como hacemos en estos casos en Dominicana.
Y ahí también comenzaron las risas, o mejor dicho las carcajadas de los televidentes y las llamadas telefónicas a los amigos contando lo sucedido, y los cuentos de puerta en puerta. Suerte para el coñac Fulano que habían muy pocos receptores en Madrid, y su gran prestigio pudo soportar sin mayores problemas tal afrenta pública, pero aún así ,somos bastantes los que medio siglo después y aunque no vimos con nuestros propios ojos el fallido comercial, nos acordamos de la anécdota y delante de unos aperitivos seguimos haciendo chistes jocosos sobre el mismo. He pasado toda una vida en publicidad y he tenido la ocasión de ver decenas de millares de anuncios de todos los pelajes, sublimes, excelentes, buenos, mediocres, malos y malísimos y hasta hoy, el del coñac Fulano, “visto de oídas” aún permanece vivo en mi memoria como el primer día ¡No es para menos!