Los medios se han entregado al improductivo ejercicio de evaluación del primer año del gobierno del presidente  Medina y como han inquirido mi opinión a través de las redes, me permito discrepar de la mayor parte de las que he leído y escuchado. Si se analiza el periodo sobre las realizaciones, el resultado es insípido. Las valoraciones se sustentan en las diferencias de estilo entre Medina y su antecesor, de triste recordación, resaltando la sencillez del primero en relación con la pasión del segundo por  el boato.

La diferencia es puramente cosmética, pues no ha habido cambio importante en lo fundamental y sí un derrumbe de las expectativas que las promesas de lucha contra la corrupción y la pobreza generaron en amplios segmentos de la sociedad.

Hay, en cambio, mucha teatralidad en la agenda presidencial, por demás secreta, con visitas llamadas “sorpresas” a distintas comunidades, sin previo anuncio, lo que obliga a los medios a ceñirse a la versión oficial de lo que ocurre, negándole así  acceso a encuentros y actividades de interés público, con lo cual el gobierno se asegura reseñas uniformes y condimentadas de las actividades del jefe del Estado. El señor Medina no se ha reunido con la prensa, limitando sus contactos directos a aquellos que le sirven, ni ha dirigido mensajes a la nación, como periódicamente es usual en una democracia. Su versión del “borrón y cuenta nueva” es deplorable y un retroceso en materia de transparencia.

Hay que reconocerle, eso sí, su buen uso de la ingenuidad nacional, que aplaudió su indignación por su descubrimiento tardío, ocho meses después de su juramentación, de las condiciones deplorables de los hospitales y su asombro semanal por la pobreza que encuentra en cada una de sus visitas sorpresas. No debería hablarse del primer año, sino del noveno, porque es casi  la misma gente, con la misma hipertrofia estatal.