James Sharman

Acababa de abrir el ordenador aquella tarde cuando me asaltaron sus fotografías. Pensé de inmediato en la razón por la que muchas mujeres parecen empeñarse en usar Photoshop, ¿no tendrán suficiente con el maquillaje?, me dije. Hacía tiempo que no visitaba su perfil. Marion es una buena chica, sincera y directa. Algo irreflexiva es cierto, pero no tiene doble fondo y no siempre es fácil en estos tiempos encontrar gente así. Disculpen, soy James Sharman, no me había presentado. Hace tiempo que la conozco. Nos hemos visto unas pocas veces, nada importante. Unas copas, algún que otro paseo en primavera y nada más. No somos amigos en el estricto sentido de la palabra. A decir verdad no tengo muchos amigos. Hace tiempo descubrí que ella buscaba en mí mucho más de lo que yo podía darle y yo tengo una vida, buena o mala es la mía y la preservo de cualquier injerencia exterior.

 

Marion es de esas personas inofensivas que, a fuerza de serlo, acaban por colarse en tu existencia y la mía estaba ocupada muchos años antes de conocerla; así pues nunca creí oportuno dar acceso a una puerta que, una vez abierta,  no habría de saber bien cómo cerrar. Soy un tipo leal y honesto, sin embargo debo confesar que esa tarde me sentí, ante mi sorpresa, profundamente tentado. Ella, aquel maquillaje tan gracioso y apresurado, esa falta de expresión en su rostro que iguala a todos bajo el mismo filtro, por algo soy fotógrafo, no es fácil dejar de ver lo evidente… Me produjo ternura, lo reconozco. Le mentí, inventé unas vacaciones que nunca habían existido para justificar mi ausencia en su vida tras varias semanas. En aquellos días comenzaban a sentirse de nuevo los rigores de la pandemia y yo no me había movido de casa. Posiblemente ese fue el detonante. Mi casa, por muchas razones, se había vuelto un lugar insoportable y necesitaba tomar aire, me estaba ahogando. Leí, como si hubiera sido escrito en letras de neón, su cambio de estado: en una relación abierta. Me sorprendió. Aquella declaración tan diáfana, tan clara por su parte, llamó poderosamente mi atención  y me pregunté a mí mismo – ¿y si ella es justo lo que ahora necesitas?  La llamé de inmediato. Concerté un encuentro con ella  y lo cancelé al día siguiente, pero mi mente se quebró de nuevo y decidí jugarme el todo por el todo. Que nadie pretenda saber la razón de todo aquello pues ni yo mismo lo sé.

 

Aquel sábado apareció ante mi radiante y absolutamente hermosa, tan ingenua y a la vez tan atrevida, tan llena de infinitas curvas y de anhelos que se le escapaban por los ojos que me rendí. Me rendí a su amor sin fronteras y a mis propias mentiras, mientras ella me miraba con aquellos ojos grandes y esa expresión bovina que a veces le acompaña y que es cuando más me gusta. Y le declaré un amor que no sentía, prometí lealtades que no estaba dispuesto a asumir con entereza y confianzas que estaba seguro iba a quebrar. En mi hogar me esperaba una esposa poco dada a compartirme con nadie y yo solo trataba de escapar de aquel espacio cerrado que provocaba mi asfixia. Y Marion, pobre Marion tan llena de amor para ofrecerme y yo tan vacío de afectos.

 

Thomas Preston

 

-Aún no logro saber cómo me he dejado enredar y puede que no logre saberlo nunca, exclamó Thomas aquella mañana apenas levantado tras un sueño inquieto y poco reparador que le había acompañado a lo largo de la noche, a decir verdad de todas y cada una de sus últimas noches. Habían pasado ya tres semanas, desde que Marion y él iniciaran felices un camino en común que comenzaba a pesar en sus espaldas. Aquel amor abierto y al mismo tiempo tan cargado de reglas le parecía un completo absurdo, un desatino. No tenía nada claro en qué punto de su vida estaba y ahora, con su nariz casi pegada al espejo del cuarto de baño y mientras escudriñaba con atención sus profundas ojeras, se preguntó a sí mismo si todo aquello tenía algún sentido y si merecía realmente la pena vivirlo. Se acercó, un poco más para observarse con mayor detalle, hasta casi rozar la punta de su nariz con aquella otra que, invertida su imagen, le apuntaba desafiante. –Si -se dijo. Definitivamente y sin albergar ninguna duda, todas estas arrugas alrededor de mis ojos son señales de alerta. ¡Espabila chico! -continuó con un gesto de fastidio que no escapó a su mirada- tu sabes de sobra que compartir a quien amas no está hecho para ti. Llevas mucho tiempo soñando con esta relación, pero nunca de este modo. ¿Qué tienes tú que ver con todas estas cosas que nunca entendiste en los demás? Ella tan dichosa y tan feliz en su locura, tan presente en su persona ese aire inconfundible de niña grande que se deja llevar por cualquier idea que le parezca nueva y que arrastra tras de sí a todo cuanto abarque su sonrisa. Esa Marion decidida y soñadora, la siempre imprudente Marion poco previsora en sus delirios. Tu coqueta preferida, capaz de seducir al mismísimo diablo con su verbo fácil, te ha atrapado en su último juego mi querido Thomas. Siento decirlo, pero eres un completo imbécil – se espetó a sí mismo con desdén y está vez su reflejo le devolvió una sonrisa ladeada que le invitaba a pensar que, pese de todo, iba a aceptar su destino y a asumir cuanto ella le pidiera, aunque perdiera todo sosiego en el intento.

 

Ronald Armitt

 

Esta chica es imposible, siempre me hace reír. Su sentido del humor es único y su inocencia proverbial. Hay en ella un “nosequé” indefinible y absolutamente personal que me recuerda a Betty Boop. Tal vez sea esa actitud de permanente asombro ante la vida, tal vez sus ganas de comerse ésta a bocados y probarlo todo. Puede que logre seducirme, hasta rendirme a sus pies, ese modo tan suyo de iniciar una y otra vez mil cosas distintas, ese embarcarse en cuanto despropósito se le pone delante sin medir jamás las consecuencias. Tal vez sea que me conmueven – y mira que es difícil lograrlo en mi caso – esos ojos que me devuelven limpia la mirada y nunca esquivan la mía. Me encanta Marion. Siempre me encantó. Desde la primera vez que vi su desparpajo en una de sus fotos de Instagram, me dije que debía hacer lo que fuera para llamar su atención y  conocerla.

 

Sé que no soy lo que se dice un buen tipo para ella. No creo que lograra pasar, con una nota ni siquiera aceptable, cualquier prueba que verificara mi supuesta honestidad y es que, para qué engañarnos jamás me preocupó ser honesto. Tomo todo al vuelo y no me detengo en observar consecuencias. Todos somos mayorcitos y deberíamos calibrar el peso de nuestras acciones. Yo me conozco y no engaño a nadie o a casi nadie. Probablemente solo a quien no pone cuidado y eso ya no corre de mi cuenta. Que Marion ahora quiere picar aquí y allá, que quiere que le diga que la adoro y que es mi más preciado bien, pues lo hago y los dos tan contentos. O los cinco, que yo no le llevo las cuentas de sus amoríos. Sencillamente me gusta, es más, me gusta muchísimo. Es graciosa, es buena chica y jamás le engañaría ni le haría el menor daño de modo consciente. Ella sabe – nunca le oculté nada al respecto – que yo me como a quien se me ponga por delante y que puede por tanto compartirme con quien quiera. ¡Ay el poliamor o como necesite llamar a su nuevo jueguecito! Yo en el fondo, les confieso que, pese a mi aire de chico malo, me derrito en sus manos. Con ella y aunque pierda mi prestigio, soy pura dulzura. Así lo comprendí desde el principio y me atengo para todo a su entera voluntad.

 

Robert Martínez  Carter

 

Me fijé en ella nada más entrar en el despacho.  Sabía que rondaba los cincuenta o quizás algo más, pero su aire juvenil, casi travieso, me despistó de inmediato. No era la más guapa – todo el mundo en aquel lugar merecía ocupar un lugar de privilegio en una revista de moda, tanto que resultaba de alguna manera ofensivo a la vista – sin embargo algo en ella emanaba un poder casi mágico. Juro que logró ponerme nervioso esa aura de persona feliz que acompañaba su presencia.

 

Se presentó con amabilidad, extendió su mano y apretó la mía con fuerza. Profesional y a la vez consciente de su papel, me mostró los distintos departamentos y me fue familiarizando con mis futuros compañeros, aunque a decir verdad, el personal era en su mayor parte exclusivamente femenino. Me lo puso fácil. Tal vez fuera su aire sencillo y cómplice, no sé en realidad qué fue, pero lo cierto es que hizo confortable mi llegada. Me sentí aliviado por una acogida tan cálida y discreta por parte de todos, no soy persona acostumbrada a grandes estridencias. Soy de natural retraído y tímido, no diría huraño sin embargo necesito serenidad para ir acostumbrándome a situaciones y personas que desconozco.

 

Acababa de aterrizar desde Madrid hacía apenas un par de días. Londres no me era en absoluto extraño, había visitado con frecuencia a mis abuelos maternos en la infancia y pasé mis vacaciones de verano en esta ciudad durante muchos años. Mi madre siempre quiso que su país no me fuera ajeno.  En los últimos años apenas había hecho unas pocas visitas rápidas, pero ahora sería mi destino por una larga temporada, al menos si todo iba bien como esperaba. Me apetecía un cambio. Más que eso, lo necesitaba con carácter urgente. Los cinco últimos años, después de mi divorcio, habían sido desoladores y ahora precisaba respirar aires nuevos. Este cambio tenía para mi mucho de oportunidad en el terreno laboral, pero ansiaba a la vez reabrir ventanas y airear mis salones.

 

Mentiría si no dijera que fue Marion quien logró hacerme el recorrido infinitamente más agradable y la existencia diferente desde el primer momento en que nuestras vidas se cruzaron. Bastarían tan solo unos pocos meses para encontrarnos ella, yo y esas ganas, que cauteloso guardo bajo llave, por alejarla de todo cuanto hay a nuestro alrededor, pero eso – lo sé – traicionaría nuestro pacto. Ese amor que compartimos, que es mío y es de otros y al que yo no logro acostumbrarme. No son celos, es tan solo que me ahogo entre tanta libertad que nunca he demandado.