Marion se levantó inquieta aquella mañana. Tiempo atrás había llegado a comprender que nada era realmente como ella había imaginado y que su barco hacía aguas de todas las formas posibles. Definitivamente había errado puerto. Su hoja de ruta yacía ahora a sus pies, carente de todo sentido. Aquella loca quimera que inició con inusitado empeño, todos aquellos propósitos de vivir un amor sin barreras se habían hecho añicos. De nuevo sentía que de alguna forma había fracasado. Mientras se vestía sin prisa después de la ducha, se dijo a si misma que pese a ello no había culpables en todo aquello, simple y llanamente reconocía para sus adentros que el viaje les había venido grande e intrincado el recorrido. Lo cierto es que ella nunca fue del todo como el mundo la imaginaba. No era tan ingenua ni siquiera tan alocada como, a menudo, la calificaban los demás. No había una pizca de inconsistencia en su persona, pese a que a veces cayera en la tentación de mostrarse frívola y desenfadada. Tal vez fuera impulsiva y no midiera con precisión todas las variables de un asunto, pero sabía leer con claridad los resultados de sus acciones y asumir responsabilidades si creía que debía hacerlo. Pero esta vez no era necesario, no había razón alguna para culpar a nadie de la derrota.
Ninguno de los protagonistas precisó muchas semanas para comenzar a atisbar a lo lejos el desastre. En su caso ser consciente de que, durante mucho tiempo, James le había ocultado la existencia de su esposa, fue tan solo el punto de partida. Se quebró en aquel momento toda confianza y le dolió profundamente. En su fuero interno jamás había logrado justificar esa doble moral que, en su opinión, a veces la gente empleaba para evitar enfrentarse a sus problemas. Ella no juzgaba actitudes privadas, pero confiaba ciegamente en la lealtad de quienes llamaba amigos y más cuando de amor se trataba. Pero volvió a insistir una vez más -lanzando una mirada descuidada hacia el espejo de la entrada antes de salir a la calle- que no se iba a permitir señalar culpables en todo aquello. Sin reproches y sin ajustes de cuentas. Todos procuramos ser honestos y hacerlo de la mejor manera posible – volvió a sentenciar para no albergar ni la más pequeña duda – aunque debo ser prudente y reconocer que pronto supimos que nos faltaba jugar en el mismo frente. Es decepcionante la tarea de alcanzar la generosidad que una no posee y atarse a un sentimiento que no acaba de definirse. Mucho más de lo que pude suponer en un principio. Es casi imposible acordar voluntades, compromisos y afectos, pero eso lo sé hoy. En fin, pusimos de nosotros lo mejor y es lo que cuenta – resolvió sin dolor más tarde, cuando caminaba deprisa por una calle atestada de gente.
Era sábado, la ciudad comenzaba a despertar y lo hacía con inusitada impaciencia aquel día. El cielo gris presagiaba lluvia y convertía sus arterias principales en un inmenso caos bajo cualquier aguacero. Apenas traspasado el umbral del edificio Marion comprobó el color de las nubes y el panorama le pareció amenazante y oscuro, tanto como su propia existencia. Sacudió con fuerza aquel desacostumbrado estado de ánimo que se había apoderado de ella, aferró con fuerza su paraguas y comenzó a caminar con velocidad sin destino previsto. Deambulaba sin rumbo, hacia ningún lugar, tan solo quería inundar sus ojos de gente y de vida ajena, para alejarse por momentos de la suya que ahora se le antojaba inhóspita y extraña. Le urgía salir, airear de nuevo su existencia, mirarla con sosiego y pensar, reflexionar sin prejuicios, hacer balance y seguir adelante. No hacía frío, pero la humedad penetraba sin piedad y se adhería a sus ropas y a sus huesos. Llevaba una gabardina gris ajustada a su cintura, pero no parecía servir de mucho. Un claxon inoportuno la sacó de su mundo, miró enojada al conductor impertinente y prosiguió su camino. Un escaparate reclamo su atención, su librería favorita mostraba las últimas novedades del mercado literario. Era un local pequeño pero siempre bien provisto de títulos que estimulaban su interés. Hoy, como burla del destino y ocupando un lugar de honor, un título llamó su atención: Poliamor a examen de Ernestina Cifuentes. Durante unos segundos barajó la posibilidad de entrar y echarle una ojeada, pero sonriendo por primera vez desde que despertara, se dijo que no, que ya había tenido suficiente de todo aquello y que James y Ronald, Thomas y hasta el mismísimo Robert, habían vivido una hermosa experiencia en la que habían apostado mucho de sí mismos y en la que todos, al menos durante un breve tiempo habían logrado creer fervientemente que era posible. Bueno casi todos, precisó para ser justa.
Apenas caídas cuatro gotas que abrieron con premura los paraguas, el cielo comenzó a mostrar poco a poco su mejor cara. Marion decidió hacer un alto en el camino y disfrutar de un ligero tentempié en un pub que visitaba con alguna frecuencia. Le gustaba de modo especial el sándwich “Corned beed” que preparaban y aquel día estaba sencillamente delicioso. Lo disfrutó junto a una cerveza con agrado. No se demoró más allá de veinte minutos, pagó de inmediato su cuenta y tomó el metro para acercarse a Hyde Park. Le apetecía sentarse al sol mientras dejaba pasar las horas. Al llegar al parque recorrió deprisa Rotten Row hacia el oeste, hasta alcanzar el lago Serpentine. Eligió asiento en un banco solitario y dejó que su mirada se deslizara ausente entre la blancura de los cisnes que apacibles flotaban con natural elegancia sobre el agua. Perdió toda noción del tiempo y así, mientras se distanciaba del malestar que le había acompañado en los últimos días, una idea comenzó a tomar forma y a abrirse paso como si el espacio en su interior le perteneciera por entero. Y se preguntó por qué no, por qué no admitir que a veces en la búsqueda erramos senderos y destinos. Se recordó, como ya hiciera tantas veces en el pasado, que el amor no es nunca tarea exenta de peligros ni seguro su camino. Sin oponer resistencia acabó por permitir, que lenta y sosegadamente la esperanza fuera acompasando el paso, labrando un surco distinto a todo cuanto llevaba días negando. Reconócelo Marion – se confesó con fastidio ante su enorme tozudez, te enamoraste. Si, lo hiciste contra todo pronóstico y no era nada sencillo. Todo estaba en vuestra contra y lo sabes, pero sin más ocurrió. Nadie es culpable.
En aquel momento fue consciente de que aquella idea, agazapada entre las sombras, la había acompañado a lo largo de las últimas semanas y sin darle tregua. La estúpida y desagradable culpa. Desechó irritada de un imaginario manotazo viejas patrañas que esgrimía para todo con frecuencia. Peleó con auténtico denuedo frente a aguerridos y antiguos miedos y cercano ya el fin de la tarde abrió de golpe, ya sin la menor duda, aquel descomunal bolso que solía acompañarla. Hundió en él su nariz. Rebuscó con torpeza femenina su abarrotado interior hasta dar con el móvil, que dormía olvidado en el fondo de aquel abismo desde hacía muchos días y marcó un número sin titubear. Respondieron con rapidez del otro lado y ella tan solo dijo –Si. La respuesta a tu pregunta es un claro y rotundo sí y colgó. Robert se sentó en un amplio sillón y como quien se quita un enorme peso de encima esbozó una sonrisa ancha, confiada y al fin se sintió feliz.