Alanna Lockward podría verse desde una multitud de perspectivas, algunas contrastantes, y todas marcadas por trazos que de ninguna forma podrían resultar tenues, excepción hecha del gesto desenvuelto y elegante, al hacer tintinear la copa en algún brindis con su Prosecco favorito o al moverse con la armonía, ligereza y la gracia de una flotante y etérea hada madrina, al hacer su rutina diaria de ejercicios.
Todo en ella era vibrante y apasionado. Hasta cuando leía en voz alta un poema, se convertía en un espectáculo dramático espléndido y cuando creía tener una verdad, la remachaba con la energía y tenacidad de un martillo dando sin clemencias y sin descansos sobre un clavo. Era intensa. Lo sigue siendo.
Estoy demasiado triste -ni siquiera me atrevo a revisar nuestra última, despreocupada y alegre conversación por WhasApp hace apenas unos días- y no estoy de ánimos para relatar anécdotas divertidas de muchos entrañables momentos compartidos. Ni para hacer alguna semblanza detallada y justa de una personalidad que la amerita.
Se trata de la propuesta de una “descolonización” en la narrativa, interpretación y evaluación de la historia, la cultura y la política, rescatando, revalorizando y reinterpretando aspectos, acontecimientos y episodios marginados y/o distorsionados, dentro de las versiones oficiales convencionales, que prestigian, ensalzan y favorecen la tradición dominante, impuesta mediante todos los procesos de colonización vigentes hasta la actualidad.
Cada libro escrito por Alanna, cada conferencia, cada documental, cada entrevista, cada actividad, hacían la misma invitación : a vernos y a ver a los demás, desde una visión no domesticada por esa receta común y habitual, que celebra lo impuesto por quien domina.
Su aporte primordial es ese. Así de sencillo. Y así de tremendo.