“… tuve envidia de los arrogantes, viendo la prosperidad de los impíos (…) sin ser turbados del mundo, alcanzaron riquezas (…)  hasta que entrando en el santuario de Dios, comprendí el fin de ellos. Ciertamente los has puesto en deslizaderos; en asolamientos los harás caer…”. (Salmo 73)

Félix fue un funcionario muy corrupto.

Su vinculación con el poder y su ascenso a posiciones de influencia no es precisamente una inspiradora historia de méritos y nobles sacrificios; antes bien fue la recompensa por servicios a gobernantes igualmente corruptos, que prefirieron delegar en sus manos el llamado ´trabajo sucio´, en el cual Félix demostró gran capacidad y arrojo.

De Félix se dice certeramente que “ejerció el poder de un rey con los instintos de un esclavo”. Si bien se vistió de apariencias distinguidas, nunca abandonó sus viejos hábitos ni sus bajos instintos. Se cumplió en él la vieja sentencia del perro huevero: su verdadera naturaleza terminaba manifestándose a pesar de ciertos y fallidos esfuerzos por reprimirla en público.

A Félix, como a todos los de su ralea, le encantaba la adulación. Le alimentaba su ego escuchar, como consintiendo en ser engañado, que era artífice de grandes conquistas sociales. Le agradaba oír que había contribuido con la paz, el progreso y que había impulsado importantes reformas. Las lisonjas y expresiones públicas de gratitud eran música a sus oídos. Era, en su propia opinión, un prohombre digno de las glorias terrenales y celestiales.

Por supuesto, nada de eso era congruente con la realidad. En su paso por la administración pública fue ineficiente, cruel, inmoderado, inmoral. Su conducta fue nocivamente contagiosa, con la cual obtuvo el ´logro´ de propiciar un incremento de la delincuencia.

Félix postergó decisiones importantes, esperando mejores oportunidades para sacar provechos personales, aún y cuando su indecisión causara agravios ajenos contrarios a la ley y a las buenas costumbres.

A Félix le desagradaban los hombres íntegros. Así como la luz molesta a los que se han habituado a las tinieblas, también Félix prefirió rodearse de (y rendir lealtad a) perversos hipócritas, porque “todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas.” Al contrario, “el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas” en claridad y transparencia.

Aunque se empeñaba en demostrar lo contrario, Félix era un cobarde. Había temas que le aterraban como el de la rectitud, el dominio propio, el juicio inevitable. Distinguir lo correcto de lo incorrecto no era su mayor virtud. El auto-control frente a las pasiones y tentaciones morales no fue su mejor práctica. La inminencia de un juicio que llegaría tarde o temprano, aquí ahora, o allá después, no era su tema favorito. Félix temía, porque los cobardes se asustan, donde los valientes reconocen y admiten sus culpas.

Félix amaba el soborno.

Aunque lo practicó mucho durante su función pública, se cuenta que en una ocasión no se atrevió a pedirlo frontalmente ante la catadura moral de cierto interlocutor. Prefirió insinuarlo invitando en sus momentos de ocio una y otra vez a esa persona a charlar sobre temas frívolos, esperando recibir una propuesta indecente. En ese caso la propuesta nunca llegó, por lo que Félix se llenó de desconcierto y frustración. Prefirió prolongar por dos años el injusto sufrimiento de esa persona, antes que cumplir con su deber, todo por no haber sido satisfecho en su avaro capricho.

Como siempre ocurre, un día Félix fue sustituido en su función pública. Lo que creía eterno, llegó a su fin. Así que fue acusado ante las más altas instancias. Sus deleznables hechos fueron revelados, aunque sólo parcialmente. El pueblo se indignó al conocer la realidad de tan repugnante corrupción, tan hipócrita simulación, tan insaciable capacidad de dañar sin mudar el rostro. Pero no valieron las abrumadoras pruebas. Un cercano pariente de Félix, muy acaudalado por cierto, intercedió por él, y obtuvo su exoneración ante el emperador Nerón. Félix, aparentemente, se salió con la suya.

Félix es hoy un abominable paradigma de la corrupción política. Un antihéroe. Un ejemplo de lo que nunca debió haber sido, y nunca más debe volver a ser.

Lo que él hizo y lo que representa, sin embargo, no es solo su responsabilidad. Fueron igualmente responsables los que lo designaron, lo impulsaron, lo animaron, lo ayudaron, lo premiaron, lo protegieron, lo encubrieron, lo exaltaron, lo absolvieron.

En República Dominicana tenemos nuestros propios Félix que actúan y se mueven con libertad, sin que todos perciban la corrupción como una actividad dañina. Pero lo es, porque cada peso que termina en el bolsillo de un ´Félix´, es uno menos que puede beneficiar a los que más necesitan.  La corrupción es la causa de que tengamos menos hospitales, menos medicinas, menos escuelas, menos carreteras, menos energía, menos desarrollo, menos justicia.

La corrupción daña la economía, crea élites y burocracias políticas, socava la moral, erosiona la credibilidad y legitimidad de los gobiernos, reduce los ingresos fiscales, afecta las relaciones internacionales, reduce la inversión extranjera, pervierte la justicia, retrasa la institucionalidad, altera la paz y la armonía social del Estado.  La corrupción agudiza la pobreza y profundiza las desigualdades sociales.

Cuando en un país la corrupción se generaliza, cuando en ella se involucran muchas instituciones y muchas personas, cuando la sociedad comienza a rendirse ante ella y a verla como un fenómeno normal e inevitable;  cuando la gente comienza a verla como un pastel del cual todos tenemos derecho a participar (el damelomío); cuando los órganos llamados a castigarla participan en su diseño, o se hacen de la vista gorda, o son muy selectivos,  en fin, cuando la corrupción se vuelve sistémica, podemos decir que vivimos en una ´cultura de corrupción´.

Claramente es el caso de República Dominicana.

En este país enriquecerse ilícitamente en detrimento del patrimonio público es una de las actividades económicas más seguras, porque no hay que invertir nada, solo se gana y nunca se pierde. Basta con dar alguna participación de los ´dividendos´ (de cualquier naturaleza) a los que controlan la justicia para obtener impunidad. Es mucho más seguro que trabajar, que sembrar en el campo, que instalar una industria.

Las leyes la castigan, pero los hechos demuestran que no es una prioridad de los gobiernos prevenirla, ni perseguirla, ni castigarla, porque precisamente ella es su fuente de alimentación.

Casi todos los políticos al iniciar esta Semana Santa nos invitaron a la reflexión. Les he tomado la palabra y he hecho la mía. Mi reflexión me ha conducido a estas conclusiones: A la República Dominicana no le queda mucho tiempo antes de cosechar convulsiones sociales a causa de la corrupción e impunidad rampantes que nos agobian. Ser indiferentes es una forma de contribuir con ella. Reconozcamos este grave mal que nos aqueja y sus trágicas consecuencias. Luchemos contra él, denunciémoslo, critiquémoslo, repudiémoslo, persigámoslo, castiguémoslo a cualquier nivel en que lo encontremos. Es una urgencia muy urgente.