La muerte de Umberto Eco ha resucitado la discusión acerca de su célebre distinción entre los intelectuales “apocalípticos”, que critican la cultura de masas, y los “integrados”, que defienden la misma. Para los apocalípticos, el desarrollo capitalista industrial, con su forma de producción serializada y estandarizada y con la alienación de las masas, trae aparejado un empobrecimiento de la cultura que se convierte en pura mercancía. En contraste, los integrados adoptan una visión optimista de la cultura de masas en la medida en que esta contribuye a la democratización de la cultura, llevando la cultura de la minoría de las elites a los grandes públicos de la mayoría y cumpliendo los nuevos medios de comunicación del siglo XX (cine, radio, televisión) el mismo rol de expansión de la cultura que la imprenta en el siglo XV.
Como todo en la vida, la verdad suele encontrarse en el justo medio entre estas dos perspectivas claramente antagónicas. Es cierto que la cultura de masas, como alegan los apocalípticos, está subordinada en gran medida al mercado y a los intereses oligopólicos que controlan los medios globales y masivos de comunicación, lo cual es más ostensible en el siglo XXI que en los 60 del siglo pasado, cuando Eco propuso su distinción entre apocalípticos e integrados. Pero es verdad también que, previo a la cultura de masas, las expresiones artísticas y culturales estaban limitadas tanto en su producción como en su disfrute a un muy reducido sector de la sociedad. Ahora bien, la cultura popular por el mero hecho de ser popular no es valiosa: el folklore o la música popular, por ejemplo, pueden ser tan conservadores, prejuiciados, discriminatorios, violentos, intolerantes, autoritarios, homofóbicos, machistas, como la propia cultura de las elites que sostienen el status quo de una sociedad. Con razón afirmaba Borges, “para mí la clase media es una clase superior. La aristocracia es muy parecida al pueblo. Los aristócratas son muy nacionalistas y el pueblo también lo es”. Por eso la cultura popular debe ser sometida a crítica permanente al igual que la propia cultura de las elites.
A pesar de su formación como semiólogo y especialista en el pensamiento medieval, lo que justificaría una preferencia por la “alta” o “culta” cultura de las elites, lo cierto es que Eco se inclinaba más por adoptar la posición de los integrados. Siempre consideró que la mejor literatura era la que entretenía y no la que nos aburría intentando plasmar la abstracta y compleja teoría literaria diseñada por un desquiciado profesor apocalíptico en un café de Paris. No es casualidad que “El nombre de la rosa”, una novela de misterio ambientada en un monasterio medieval, fuera llevada al cine en 1986 con Sean Connery en el papel protagónico del monje detective Guillermo de Baskerville, se tradujera a varios idiomas y vendiera millones de ejemplares. Sin embargo, Eco no ocultó su disgusto ante ciertos autores y obras populares, como es el caso de Dan Brown y su famoso Código Da Vinci. En una ocasión afirmó: “Hay obras de las que, si se une el inicio con el final, se obtiene algo grandioso. Veamos, si no, cómo le podía ir mal a Dante Alighieri, que empieza la Divina Comedia diciendo: ‘En medio del camino de la vida, errante me encontré en una selva oscura…’ y luego termina el último canto del Infierno diciendo: ‘Y entonces salimos a ver las estrellas’. No queda nada más para contar. Piensen, entonces en cómo hace Dan Brown”.
Frente al fenómeno de las redes sociales y las nuevas tecnologías de la información, el tono de Eco se volvió, sin embargo, claramente apocalíptico. El año pasado declararía a la prensa: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”. Y finalizaba diciendo: "Si la televisión había promovido al tonto del pueblo, ante el cual el espectador se sentía superior", el "drama de Internet es que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad".
¿Qué hacemos con la distinción de Eco entre apocalípticos e integrados en la era de las redes sociales, de Twitter y Facebook? Si adoptamos la visión de los integrados, visualizaríamos a las nuevas tecnologías de la información como una herramienta poderosa del ciudadano para combatir la propaganda oficial y la cultura elitista. Si optamos por una visión apocalíptica, consideraríamos que estas tecnologías son realmente mecanismos de manipulación política y social de alta precisión, verdaderas armas de destrucción mental y cultural masiva. Como el Eco previo a internet, quisiera ser, sin embargo, optimista, inclinarme por una actitud integrada frente a internet y las redes sociales, considerar que estas son valiosos y poderosísimos instrumentos para combatir la propaganda y distribuir el conocimiento, y concluir que, en realidad, estas hacen realidad lo que Alvin Toffler, en la era antes de internet, afirmó: “La verdadera característica revolucionaria del conocimiento es que también el débil y el pobre pueden adquirirlo. El conocimiento es la más democrática fuente de poder. Y eso lo convierte en una continua amenaza para los poderosos, incluso a medida que lo utilizan para acrecentar su propio poder”. Y es que, como el propio Eco tuvo que admitir pocos años antes de morir, “Auschwitz no habría sido posible con internet, porque la noticia se habría difundido viralmente”. En otras palabras, es mejor vivir en la era de internet aunque, como decía Borges, el futbol sea estúpido porque la estupidez es popular.