Publiqué este texto hace justo veinte años, en unas circunstancias que fueron para mí como un cataclismo. Hoy, recordando a aquel muerto inmenso, me permito publicarlo de nuevo en una época de desmemoria colectiva.

Ahora sólo queda deplorar su muerte y aquilatar el significado de su pérdida. Ahora hay que salvarlo del olvido al que van a parar todas las cosas, todos los muertos, y rescatar su memoria de tantas calumnias y mentiras eficaces que hicieron más difíciles sus últimos años.

Ahora lloramos a quien solíamos injuriar y vituperar. Ahora es grande y bueno y noble y generoso, ahora que por fin ha muerto y se ha vuelto inofensivo para sus adversarios. En vida, un calumniado. En muerte, un mártir de la democracia y la libertad. Seguimos despreciando a los vivos y adorando a los muertos.

Los logros, notables o discretos, sólo se aprecian en su justo valor cuando se adquiere una perspectiva en el tiempo. Lo que hoy se tiene y se disfruta, se toma por sentado.  ¡Pero cuánto nos ha costado!

El collage digital “Saint Gómez” , del artista visual Alex Guerrero.

Nunca sabremos cuánto le debemos a aquel hombre inmenso y contradictorio. Nunca sabremos lo que le debe esta joven y frágil democracia, demasiado imperfecta, demasiado vulgar y aburrida, demasiado envilecida, que es una conquista y no un regalo. Nunca lo sabremos porque estamos hechos de ingratitud y olvido.

Todos los grandes políticos tienen algo de personajes tragicómicos. Se agitan un tiempo sobre el escenario sin saber exactamente ni quiénes son, ni para quiénes actúan. A menudo encarnan paradojas, ironías, bromas pesadas de la historia. Algunos llegan a parecerse a su propia caricatura. Viven, declaran vivir inmersos en la realidad inmediata. O mejor, en el mundo de la política, que suelen definir como el “reino de lo posible”. Pero más bien parecen vivir en la abstracción o en el equívoco.

Llegar a la cúspide de la popularidad, coquetear con la gloria, vislumbrar el poder, casi tocarlo con las manos, soñar con esa falsa tierra prometida desde la que se aspira a redimir a las masas. Estar a punto de ganarlo todo y perderlo todo, ¡qué patético destino!

Todos somos, más o menos, tontos útiles del orden establecido. Ignoramos para quién trabajamos y luchamos y nos desvivimos. Las masas de esta pobre nación que aún no asume su mestizaje siempre serán irredentas. No habrá quién las redima, ni en cien años ni en cinco siglos.

Nadie entre nosotros ha sido más injustamente atacado y calumniado, blanco de las mayores infamias y los peores agravios. Ningún otro hombre público ha tenido que soportar igual el inconveniente de haber nacido pobre y negro, ni que enfrentarse como él a las adversidades del destino, ni que crecerse tanto ante las circunstancias desfavorables.

Es difícil concebir otro liderazgo natural tan excepcional.  Extraordinariamente emotivo y vital, aquel hombre encarnó virtudes y defectos de su pueblo: sus pasiones y debilidades, sus grandezas y miserias, sus sueños y esperanzas. Venerado por unos, abominado por otros, fue capaz de concitar las más fervientes adhesiones o los más furibundos rechazos, pero nunca indiferencia.   

A otros les hemos perdonado casi todo: crímenes, latrocinios, excesos, desmanes. Otros aún se pasean impunes por las calles, intocados por la justicia. A él, únicamente a él no hemos podido perdonarle sus yerros políticos, sus torpezas, sus flaquezas y vacilaciones, su temperamento exaltado, sus exabruptos y explosiones de ira.

Sobrellevó con dignidad y fortaleza casi sobrehumana una larga y dolorosa enfermedad, un mal irreversible que le fue minando hasta devorarle. En vida debió librar demasiadas batallas. La enfermedad que le venció fue sólo la penúltima de ellas.

Su muerte, hoy convertida en duelo nacional, sirve para todo: para el lamento y el llanto, para el reconocimiento tardío y la idolatría post mortem, para el ejercicio cínico de la hipocresía y la simulación.

Muerto, ¿es ya de todos? ¿También de sus enemigos y detractores, de sus calumniadores, de quienes le cerraron el paso? ¡Tanto afanarse por caer bien a los que dominan, mandan y deciden! ¡Tanto inútil empeño en procurarse su simpatía y su favor, en demostrar que se era potable!

Como a otros, como a tantos, a mí también me ha consternado esta muerte esperada y no logro salir de la tristeza.

El último de los calumniados ha muerto, vencido por la enfermedad. Ha muerto como un guerrero, de pie, despierto, inquieto, activo hasta el último suspiro, aun sabiéndose morir lentamente, fiel a lo que siempre fue, entregado a lo que siempre amó, aferrado a un imposible.