Desde su independencia en 1991, una vez caído el telón de acero soviético, Ucrania ha oscilado entre dos mundos: por un lado, la Europa abierta, libre y democrática; por el otro, la Rusia opaca, férrea y cesarista; madre tiránica, pero madre al fin, de todas las antiguas Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Esa bipolaridad se ha manifestado con fuerza en la Revuelta del Euromaidán (o “Europlaza”). El detonante fue la suspensión, por parte del gobierno ucraniano de Yanukóvich, de la firma del Acuerdo de Asociación y el Acuerdo de Libre Comercio con la Unión Europea. Las protestas se sucedieron en Kiev, y el gobierno apostó francotiradores en la capital, que provocaron la muerte de decenas de personas. El clamor de la población siguió en aumento y Yanukóvich optó por huir de Kiev, en dirección a la Ucrania prorrusa. En su ausencia, la Rada Suprema (Parlamento) le destituyó por “abandono de sus funciones” y nombró un gobierno interino, hasta las elecciones de mayo de 2014.
La Ucrania europeísta, esto es, toda la zona del centro, el norte y el oeste del país, se ha congratulado con la caída del corrupto Yanukóvich y el distanciamiento respecto a Rusia. Lo contrario que la Ucrania del sudeste, orientada hacia el Mar Negro y donde predomina el ruso, cuyos principales bastiones prorrusos son la península de Crimea y la ciudad de Donetsk.
Para Putin, la destitución de Yanukóvich es un golpe durísimo, pues sin Ucrania su proyecto de una “Unión Euroasiática” liderada por Rusia pierde parte de su componente europeo y, por tanto, de su equilibrio y posibilidades de éxito. De ahí que haya tratado de desestabilizar al gobierno ucraniano interino, a través de la agitación, la propaganda y, lo que es más, la toma progresiva de Crimea por parte de tropas militares y paramilitares rusas.
En Crimea se encuentra, desde hace 230 años, la base naval de la Flota rusa del Mar Negro. Un enclave estratégico, pues brinda a Rusia la posibilidad de desplegar, en menos de veinticuatro horas, buques de combate en el Mediterráneo. Además, Crimea es un símbolo para Rusia: una tierra defendida en la Guerra de Crimea (s. XIX) por los rusos contra franceses e ingleses; una tierra que acogió durante generaciones la residencia estival de los zares (y más tarde del politburó soviético), y donde se celebró, en 1945, la Conferencia de Yalta.
¿Culminará Putin el asalto de Crimea, tal como Hitler invadió los Sudetes? ¿En ese caso, tratará de anexionarse también Donetsk y el sudeste de Ucrania? ¿Hasta dónde llegarán los Estados Unidos y la Unión Europea para impedir la invasión rusa? Las espadas están en lo alto, y mucho tendrán que variar su discurso las potencias occidentales para frenar los tanques de un presidente autoritario e imperialista como Putin.