Siempre he destacado en los múltiples foros académicos en los que me ha tocado participar la relevancia que supuso, en términos constitucionales, la incorporación expresa—con la aprobación de la Ley núm. 13-07—de la tutela cautelar en lo contencioso-administrativo. Porque la tutela cautelar no es sino un componente esencial del derecho a una tutela judicial efectiva (ello, de por sí, es ya una perogrullada): sin medidas cautelares a disposición de un juez la efectividad de su intervención quedaría en entredicho. Y esto, por difícil que parezca de creer, ha sido repetido en cada una de las decisiones que emanan de la presidencia del Tribunal Superior Administrativo en sus atribuciones de juez cautelar. Pero la huella que poco a poco se acrecienta, luego de la desaparición de la corte vasqueciana—así he tildado el periodo que tuvo al hoy juez supremo Rafael Vásquez Goico como presidente de ese tribunal, periodo de un luminoso desarrollo conceptual de la tutela cautelar en el contencioso-administrativo—, presenta signos de un marcado deterioro y de una notoria involución.

Una involución que parte de una exacerbada concepción restrictiva de ese instituto, desviándolo, pues, de su fisonomía y sus propósitos, e implicando así una negación del Estado de Derecho. Una regresión cuyo origen descansa en la religión de un juez que vela por su tranquilidad al juzgar con “cautela” a una desafiante y todopoderosa Administración, que, obviamente, lo ve con buenos ojos. Ya habrá tiempo de explicar que esta religión no descansa únicamente en la “prudencia” como nuevo “presupuesto” cautelar: hay también el sinsabor de la incomprensión jurídica de los presupuestos cautelares (periculum in mora, fumus boni iuris y la no afectación grave del interés general). Empero, lo más grave es que un juez así carezca del control casacional; que un juez con tales características pueda desplegar a sus anchas y sin límites sus poderes, puesto que, conforme al derecho vigente, no es posible recurso alguno, aplastando en la generalidad de los casos la tutela judicial efectiva. Gravísimo es que el único mecanismo de “reversión” de una tutela cautelar “fallida” sea el propio juez del cual emanó lo “fallido”, siempre que medie una alteración de las circunstancias tenidas a la vista por dicho juez al momento de dictar su fallo (rebus sic stantibus).

Ese estado de cosas responde a uno de los peores ejercicios legislativos de los últimos años: la Ley núm. 491-08, del 19 de diciembre de 2008 (G. O. núm. 10506), que modificó la Ley núm. 3726, de 29 de diciembre de 1953 (G. O. núm. 7646), sobre el Procedimiento de Casación, y que, a su vez, para el caso concreto de las medidas cautelares, impactó la Ley núm. 13-07. Esta última, en su artículo 8, despejaba cualquier duda en torno a la admisibilidad de un recurso de casación en contra de una decisión cautelar, pues, inclusive, negaba el efecto suspensivo de la “demanda en suspensión interpuesta en ocasión de un recurso de casación (…) en materia de medidas cautelares” (en clara referencia al entonces vigente artículo 12 de la Ley núm. 3726, previo a la modificación sobrevenida con la Ley núm. 491-08). El párrafo II del artículo 5, ahora modificado por la citada normativa, dispuso lo siguiente: No podrá interponerse el recurso de casación, sin perjuicio de otras disposiciones legales que lo excluyen, contra: a) Las sentencias preparatorias ni las que dispongan medidas conservatorias o cautelares, sino conjuntamente con la sentencia definitiva, pero la ejecución de aquéllas, aunque fuere voluntaria, no es oponible como medio de inadmisión.

No sé a quién puede atribuírsele la paternidad de tal absurdo legislativo (dudo que alguien reclame su autoría). Pero es igualmente doloroso que un texto así redactado todavía no haya sido extirpado del ordenamiento jurídico o, al menos, inaplicado en un caso concreto por la Tercera Sala de la Suprema Corte de Justicia. En efecto, esta última ha negado en varias oportunidades la admisibilidad del recurso de casación (S. C. J., Tercera Sala, B. J. 1238, 31 de enero de 2014) a pesar de que una interpretación objetiva del enunciado lingüístico allí expresado no reniega al interesado la posibilidad de recurrir en el supuesto de que el juez cautelar no disponga de una medida cautelar. Esto así porque el referido texto legal proscribe el recurso contra las sentencias (…) que dispongan medidas conservatorias o cautelares (…): ¡no en aquellos casos en que no se hayan dispuesto tales medidas! Y esa parece ser la interpretación más lógica a propósito de tratarse de un instituto —el cautelar— cuyas características básicas (instrumentalidad [accesoriedad] y provisionalidad [ausencia de cosa irrevocablemente juzgada]) hacen improcedente su impugnación automática cuando son concedidas a favor de un particular.

Ninguna importancia ha tenido el principio pro actione en el examen de admisibilidad hecho hasta ahora por la Suprema Corte de Justicia. Un principio, vale decir, de raigambre constitucional —previsto en el artículo 74.4 de la Constitución y desarrollado en el artículo 7.5 de la Ley núm. 137-11— y de un amplio desarrollo jurisprudencial en el Tribunal Constitucional. Dando claras muestras de un conservadurismo judicial sin precedentes—y sin explicación—, la anterior conformación de la Tercera Sala de la Corte de Casación desaprovechó siempre la oportunidad de reivindicar la supremacía constitucional—como ya habíamos visto con el solve et repete, por ejemplo—, de resaltar la interpretación pro homine y de destacar, sobre esa base, la lectura adecuada de dicho texto. Prefirió la interpretación desfasada, incomprensible y nociva de un enunciado normativo que, incluso bien redactado—en interés de negar expresamente la casación en tales casos—, no resiste un examen de constitucionalidad, como en otra oportunidad se verá. Dijo el tribunal supremo en la decisión arriba indicada: (…) esta prohibición legal de recurrir en casación las sentencias sobre medidas cautelares resulta comprensible por la naturaleza misma de ese tipo de decisión, que al no ser autónoma, sino que tiene un carácter instrumental, provisional, variable y unido a lo principal, resultaría un absurdo y un contrasentido que pudiera ser recurrida de forma separada ante esta Suprema Corte de Justicia (…) (S. C. J., Tercera Sala, B. J. 1238, 31 de enero de 2014).

Por ahora bastaría resaltar que ni siquiera la claridad semántica de un enunciado normativo propició la sensibilidad de una corte suprema reacia, desde un inicio, a controlar los desmanes mismos que, curiosamente, surgen de quien está llamado detenerlos: el juez cautelar. Porque no siempre habrá una corte vasqueciana, esa que supo “poner en cintura” al mismo juez cautelar; que hizo de la espinosa motivación cautelar una obra imperecedera para mejoría de una práctica profesional que andaba extraviada, desconcertada luego de una era de opacidad jurídica, de desprecio del razonamiento jurídico y repleta solo de fórmulas “passepartout” (que “sirven para todo”). Hacia esa “era” volvemos. ¿Sin casación? Prometo seguir con este tema.