Desde el 8 de noviembre en la noche, abundan las críticas a las encuestas por no haber pronosticado el triunfo de Donald Trump. Ni siquiera las encuestas republicanas le daban clara ventaja. Por ser un candidato tan controversial, una ventaja de Hillary Clinton en las encuestas secundaba el argumento de su triunfo. Y tal fue la presunción, que hasta máximos representantes del Partido Republicano rechazaron a Trump: los Bush, el presidente de la Cámara de Representante, y el líder de la mayoría republicana en el Senado, entre otros.
La lista de problemas para Hillary era larga: sexismo, racismo, “insider”, cansancio con los Clinton, falta de encanto carismático, los correos electrónicos, la carta del FBI, la desconexión con la población blanca suburbana, oposición a Obamacare, y la oposición visceral de los republicanos hacia los Clinton. Muchos votos sacó Hillary ante tantos obstáculos. Recibió la mayoría del voto popular nacional, pero perdió en el colegio electoral. Así ha terminado la prolongada era de los Clinton.
El excentricismo de Trump llenó la campaña y su triunfo. Un proyecto conservador escenificado con la fuerza de los insultos que ha dejado la sociedad norteamericana dividida.
Lo que viene ahora no es halagüeño para las fuerzas progresistas
Para los demócratas queda en la derrota una profunda pregunta: ¿por qué en ocho años de gobierno de Barack Obama, el Partido Demócrata no pudo derrumbar el proyecto neoconservador y su coalición electoral, fundamentalmente de votantes blancos, que se inició con Ronald Reagan en 1980?
Trump recompuso ahora esa coalición, y los republicanos controlarán todo el gobierno: la presidencia, el senado, la cámara de representantes, y la mayoría de los gobiernos estatales.
Obama fue un presidente inspirador, pero sólo tuvo control del congreso en ambas cámaras en 2009-2010. De ahí en adelante, el Partido Republicano se impuso. Obama ofreció ser un presidente transformador al estilo Reagan, del lado progresista, pero no logró cambiar los ejes de la política. La insurgencia republicana del Tea Party frenó rápidamente el intento demócrata de reemplazar el conservadurismo con el progresismo.
Los republicanos han logrado su persistente sueño de 40 años: controlar todos los poderes a nivel federal y en muchos estados. Es en las grandes ciudades que ganan generalmente los demócratas, y sobre todo, en los estados del nordeste y la costa oeste.
Bill Clinton y Barack Obama ganaron la presidencia en momentos en que el Partido Republicano enfrentaba crisis. En 1992, los republicanos dividieron su voto con el independiente Ross Perot, y eso permitió que Clinton ganara. En el 2008 había una gran recesión y dos guerras. Obama ganó. Pero ni Clinton ni Obama pudieron cambiar de manera incremental el mapa electoral a favor del Partido Demócrata. La población blanca sigue siendo mayoritariamente republicana desde los años de Reagan.
La candidatura de Trump fue el vehículo para entusiasmar un segmento mayor de los blancos descontentos a votar nuevamente por el Partido Republicano. No son fundamentalmente pobres, los pobres en Estados Unidos son mayormente negros y latinos. Son blancos de estratos medios para quienes el gobierno es más favorable a las minorías étnico-raciales, y a quienes más les molestan los inmigrantes. De ahí que el racismo y la xenofobia fueran armas útiles para ganar votos.
Aunque las encuestas no predijeran el triunfo de Trump, su elección es un continuo en el ciclo neoconservador que se inició con Reagan en 1980, y que, ni siquiera un presidente demócrata tan inspirador como Obama, pudo derrumbar.
Lo que viene ahora no es halagüeño para las fuerzas progresistas, aunque algunos presagien con entusiasmo grandes revueltas contra el trumpismo, o por lo menos, graves conflictos entre los republicanos.
Artículo publicado en el periódico HOY