Para Trump, el discurso-religión del muro, insistiendo con el tono más férreo en su construcción, constituye un seguro de vida. Es un mecanismo de sobrevivencia. El muro es importante por el imaginario que coloca en el sentido común. Es más crucial hablar del muro que el muro en sí mismo. Frente a un país polarizado como muy pocas veces en su historia, la idea del muro cohesiona y mantiene movilizada una parte significativa de Estados Unidos que Trump necesita para disputar a los diversos sectores de las élites y el pueblo estadounidense que le adversan. El muro, para la masa trumpista del Estados Unidos profundo (rural, de las periferias de núcleos urbanos, de clase media blanca, religioso y nacionalista), no es una entidad física sino un horizonte con el que proyectarse al futuro. Así, importa menos el dato económico o técnico de si realmente se puede construir que el sentido de vida que ofrece.
Una cosa que hay que destacar de Trump es que entiende como pocos la mente del estadounidense blanco promedio; y sabe muy bien cómo manipularla y soliviantarla mediante todo tipo de proclamas. Conoce casi perfectamente los entresijos de esa mentalidad forjada en el contexto de una visión de mundo que entremezcla el mesianismo puritano de una raza elegida para hacer la voluntad de Dios en la tierra, la idea de excepcionalidad frente a un mundo perdido, la devoción por las armas entendida la posesión de éstas como ejercicio de la libertad individual y la moral neopentecostal, con un rechazo muy arraigado –y violento- a todo lo que sea diferente. Trump es un elegido de Dios y su muro el mecanismo de defensa para proteger la raza excepcional de esos otros inferiores que pueden destruirla. Es un profleta que marca las líneas a seguir para unas gentes que, encerradas en sus miedos, confinadas en una lógica de pueblo pequeño, reducidas a masa desechable por las élites del capitalismo financiarizado, consideran que no tienen a nada más que recurrir.
Los trumpistas están en una cruzada. Son el pueblo del Josué bíblico conquistando la tierra prometida luego de haber atravesado mares y el desierto con las tablas de la promesa eterna en sus manos. Es una lucha en la que se gana o se muere. No hay puntos medios ni concesiones. Dios dijo lo que hay que hacer y eso simplemente se cumple. Trump, el elegido por Dios (un macho blanco, fuerte, rico y sin miedo), el más americano de los americanos, es a quien deben obedecer para alcanzar la salvación. La biblia que se debe leer todos los días -al menos un pasaje- es el Twitter de Trump. Allí solo se dicen verdades. Es la palabra que no se pone en duda.
Los enemigos dirigidos por el diablo son muchos. Desde CNN, los dueños de Facebook y Google, George Soros (un judío que controla el mundo, para variar), la “ideología de género” y la minoría gay que “quieren destruir la familia”, los negros (que con Obama se creyeron gente), los chinos, los rusos, los latinos, Hollywood y un largo etcétera. En esa lógica mesiánica siempre debe haber una salvación hacia la cual dirigirse por medio del sacrificio, y, por consiguiente, un satán que intenta impedirla colocando obstáculos en el camino. El mundo, así las cosas, es un paisaje en blanco y negro donde solo hay buenos y malos. Por eso los enemigos contra los que lucha Trump (que en la maniquea visión de sus seguidores todos forman parte de la misma conspiración; si bien no hay forma lógica de poner en un mismo lado a los intereses financieros que hay detrás de CNN y los centroamericanos de caravanas migrantes erráticas y hambrientas) son tantos y tan diversos: desde Xi Jinping a una pareja gay de New York.
Siempre ha estado ahí esta gente. Pero la crisis financiera de 2008 (cuyas causas se derivaron de un capitalismo financiarizado que terminó por crear una distancia enorme entre las élites y el pueblo llano) acentúo la fractura fundamental de la sociedad estadounidense: un país dividido entre una población blanca de clase media precarizada, rural y de escasa formación y un conjunto de minorías raciales y población blanca urbana. De ahí que el hecho que inaugura a Trump como figura presidenciable para uno de esos dos sectores, que lo elevó a la categoría de profeta elegido, fue cuando el hoy presidente lideró el movimiento que proponía que Obama no había nacido en Estados Unidos, y por tanto, debía renunciar a la presidencia. No importaba el irrebatible argumento constitucional según el cual, en caso de haber nacido fuera de territorio estadounidense, Obama igual era ciudadano americano de nacimiento por ser hijo de madre americana. Lo que importaba era la idea de que un negro con apellido africano no podía ser un americano auténtico, y, mucho menos, ocupar la Casa Blanca. Trump, con aquella gestión, pudo medir los ánimos de ese Estados Unidos profundo dispuesto a todo por “salvar América”. Se dio cuenta que, para esos americanos, las formas son más importantes que el contenido; que frente a ellos decir la verdad no es necesario. Entró de lleno en la religión del muro.
2019 podría ser el año más difícil de lo que dure la presidencia Trump. Porque se avecina la publicación de la investigación del fiscal Mueller donde el presidente y sus hijos podrían quedar muy comprometidos, habrá una Cámara demócrata que irá por su cabeza y la economía estadounidense, si bien en expansión, no repercute en un aumento de los ingresos de la clase media. ¿Cómo afrontar un escenario tan complicado que podría (¿o debería?) culminar en su renuncia o destitución? La religión del muro es con lo que Trump se jugará todo. En ese contexto, es que hay que entender el actual cierre del gobierno federal por el rechazo de Trump a firmar cualquier medida de presupuesto del Congreso que no incluya recursos para construir el muro, y que al actual inquilino de la Casa Blanca le importe tan poco que incluso congresistas de su partido hayan adoptado una postura crítica a su cerrazón.
Trump insistirá porque cohesionando, con el discurso del muro, sus bases electorales del Estados Unidos blanco profundo tiene con qué protegerse de los ataques que vienen. Esas bases son millones de estadounidenses que saldrán a las calles por él y que, en sus distritos, pueden determinar quién gana o pierde una silla al Congreso federal; lo cual explica por qué Trump tiene maniatado al partido republicano: un 90% de esas bases son votantes republicanos. Así las cosas, la religión del muro no hará sino intensificarse de aquí en adelante. El pueblo elegido luchando, junto a su profeta, contra todos los males del mundo. Al final de tortuoso camino les espera, entienden ciegamente, la salvación. O, creemos algunos, el desastre.