Quienes comenzaron a gobernar en democracia, aupados por el entusiasmo y las esperanzas colectivas, parecían querer reivindicar la patria. Supusimos, sacudiéndonos el trauma de la dictadura, que saldríamos del subdesarrollo y comenzaríamos a civilizarnos. Otros países lo hacían para entonces, ¿por qué no hacerlo nosotros? Sin embargo, ni lo hicimos ni lo hemos hecho. Fallamos.
Este país se encuentra entre los peores de Occidente, repleto de calamidades sociales y políticas. A pesar de un crecimiento continuo, una imagen oficial de “fiesta y mañana gallos”, grandes torres, y abundantes millonarios, seguimos varados en el tercer mundo. Quizás por eso, frustrados y avergonzados, leemos en las últimas semanas numerosos titulares afirmando que “es tiempo de cambiar las cosas”. Ahora, después de medio siglo, cuando las instituciones internacionales vuelven a dejarnos en pelotas frente al mundo, damos un salto en la cama de la apatía, asustados, queremos actuar.
En ocasiones, el bárbaro de Donald Trump, con esa ignorancia desenfadada que le caracteriza, acierta. En meses pasados, me detuve a pensar en su expresión “shit holes countries” ( países letrinas). Sin duda, una ofensiva y brutal denominación; pero pudiera ser cierta. Peor aún, la Republica Dominicana tendría suficientes credenciales para estar incluida entre ellos.
Sopesando lo que vemos, sabemos y leemos, no queda más remedio que aceptar que, en efecto, esto es un agujero donde, por siglos, unos señores ricos y poderosos se sientan para “dar del cuerpo”. Intuyéndolo, es frecuente entre nosotros decir que “este país es una mierda”. Ser un “país letrina”, luego de medio siglo de intentar la democracia, es una enorme tragedia.
No ha valido ajusticiar al tirano, que miles pelearan por la constitución, derramar sangre joven contra el balaguerismo; ni cosechar mártires de izquierdas y de derechas desde la fundación de la República. A este país no lo hemos dignificado.
Ha pasado demasiado tiempo para tampoco progreso. Ahora dicen, incluso esos mismos que nos engañaron, que llegó el momento de cambiar. El momento que debió llegar en el 62.
El calendario del progreso ocupó siempre la última gaveta de nuestros presidentes (Don Juan, quiso colocarlo en la primera y duro seis meses). Cada uno de ellos se limitó a fomentar un conservadurismo presidencialista, sin proyecto social ni visión de futuro. El resultado ha sido una cleptocracia institucionalizada, inefectiva y clientelista. Nos condujeron a un desastre moral y financiero que parece indetenible, hasta tal punto, que las proyecciones económicas vislumbran una quiebra del Estado en menos de una década.
El envilecimiento político, la anomia ciudadana, y el parasitismo de las militancias partidistas, demuestran la magnitud del fracaso de esta sociedad. La corrupción y el desgobierno (sólo sobrepasadas por media docena de países tan desdichados como este) clavetearon cada una de las tablitas de esta letrina a la que se refirió Trump, en su expresión políticamente incorrecta, pero estremecedoramente gráfica.
Disfracémonos de gigantes macroeconómicos, de bailarinas de crecimiento sostenido, de metros con máscaras de gato, de carreteras, de progreso turístico, Mipymes, o de cualquier embeleco que se les ocurra, que ya no engañan a nadie. Nuestra realidad de hoyo sanitario desbordó el camuflaje.
El tiempo fue, debió haber sido, pudo ser, pero no ha sido. Lo dejamos pasar, pifiamos desde el principio. Debemos intentarlo otra vez, no cabe duda. Pero para realizar esa tarea, necesitamos toneladas de creolina y políticos desinfectados.