Desde que llegó a la presidencia, apenas año y medio atrás, a Donald Trump se le han comprobado más de tres mil mentiras públicas. En ninguna democracia consolidada, ningún político ni oficiante alguno del poder ha irrespeto tanto la verdad. Por eso, ahora se le compara con presidentes bananeros; de esos que nos gastamos por aquí, acostumbrados a gobernar entre falacias y burlándose de la ley.

No solamente con mentiras el gobernante estadounidense intenta manipular la realidad, sino que también lo hace desmintiendo hechos comprobados, utilizando sofismas doctrinarios, y atacando Ad hominem a todo opositor inconveniente. Ducho en respuestas tangenciales y cantinfladas, distrae y se escabulle como el diestro jugador de fútbol que fue.

El  “Comandante en Jefe”, maneja brillantemente  los trucos mercadológicos que ayudaron a transformarlo en un supuesto experto negociador, visionario político, y potencial redentor de su pueblo. Sin duda, es un genio del “branding”, de la imagen, de la manipulación de masas, y diseñador de su propio personaje.

Sin embargo, debido al desorbitado narcisismo que padece, no puede imaginarse a otros siendo capaces de quitarle sus disfraces, desnudarlo, y llevarlo frente a la justicia (aunque ya esté sucediendo). La introspección y la autocrítica no va con esos individuos que se sienten estar entre  dioses del Olimpo.

Similares al inefable habitante de la Casa Blanca, aquí tenemos a Leonel Fernández y a Danilo Medina, ausentes de quienes son y han sido, pretendiendo ignorar lo que aquí sucede. Al menos, Trump no esconde sus vínculos empresariales, negocios, ni las concesiones que hace a las minorías capitalistas. Sus hijos, al igual que sus empresas, disfrutan de ventajas que se agencian a través del poder. Tampoco esconde sus hábitos desenfadados de celebridad mediática.  

Pero los de aquí – el de la entrevista con Jatnna y el explorador – pretenden ocultarlo todo. Su ensimismamiento es tenebroso, y su retórica sobrepasa mentiras, pulimientos de imagen, o habituales chácharas politiqueras. Tampoco sus declaraciones son simples engañifas de políticos, se acercan más al delirio.  

Estos dos señores, actúan y se promueven, de espaldas a lo que esta sociedad conoce al dedillo sobre ellos. Tozudamente y sin pestañar, de una sola pieza, evaden responder sobre delitos de los cuales tienen derecho de autoría de por vida. Seleccionan logros y borran fracasos.  A lo Trump, evitan las estadísticas, y esas contundentes cifras que demuestran el atraso en que sigue sumida esta sociedad. Narran un país de fantasía.

Demagogos que hablan para claques, bases, y masas de menesterosas esforzándose en mantener adhesiones y capturar votos. Les importa un bledo si lo que dicen es verdad o es mentira, se han convertido en inescrupulosos defensores de sí mismos, y de una obra de gobierno engrandecida por convenientes fantasías. Es un peligroso desfase en el que viven:  apunta a esa enfermedad de la personalidad que se contagia en el poder y nunca se cura.    

Los absurdos de Donald Trump, de Danilo Medina, y de Leonel Fernández, solamente pueden entenderse si nos imaginamos mezclar en un caldero partes iguales de narcisismo, vagabundería, riquezas, poder, y una incertidumbre angustiosa sobre el futuro. Pero esas tres  personalidades alteradas cometen el mismo error: creerse por encima de Dios y del diablo.