La presidencia de Barack Obama fue precedida por guerras en medio oriente, el mayor ataque terrorista de la historia, y una debacle económica impensable para el norteamericano promedio. Estos hechos, junto a otros, vienen descolocando el espíritu optimista y confiado que una vez caracterizó al llamado “Imperio americano”. El fracaso militar, iniciado en Vietnam, ha sido reiterado y, como si fuera poco, enfrentan Al Qaeda, ISIS, y un terrorismo a vuelta de esquina.
Mientras todo esto ocurre, traspasan las grietas fronterizas 11 millones de emigrantes ilegales. Sin duda, es una sociedad abrumada, traumada. No exagero al afirmar que estamos siendo testigos de una “neurosis colectiva” en Norteamérica.
El comercio globalizado humilla la clase obrera, antaño empleada y prospera; señalan al empresariado como responsables de su desgracia económica por desplazar manufacturas al tercer mundo. Se desvanece “el sueño americano” y esa sensación de invulnerabilidad y seguridad de quienes habitan la gran nación democrática.
Cada vez más, hombres y mujeres blancas, conservadores, ve en el multiracismo, simbolizado por un presidente negro una creciente amenaza. El indetenible aumento de extranjeros, y el terrorismo perpetrado por yihadistas intramuros, algunos nacionalizados, certifican el anatema.
Donald Trump, billonario carismático a quienes muchos consideramos peleador de tres asaltos, prototipo del “businesman “, rompe con lo políticamente correcto socavando exitosamente defensas que mantuvieron la neurosis colectiva a raya. Convierte, día a día, lo que fuera una ebullición subterránea en erupción volcánica visible. Ha ignorado el clásico proverbio anglosajón “let sleeping dog lie” (“no despierte al perro que duerme”).
Este inteligente, inculto e impulsivo empresario, profesa la religión del éxito económico, su templo es el país en el que pontifica a su gusto. Pero ahora necesita más que dinero; quiere lograr un triunfo que supere a todas las anteriores, quiere un orgasmo narcisista: la presidencia de la nación. Lanza ideas y consignas sin parar en mientes. Impulsivamente, desdeña lógica y realidad. Actúa a la medida del trastorno colectivo. Quiere provocar, y lo va logrando, la imagen de un redentor.
Buscar chivos expiatorios, soluciones instantáneas y líderes infalibles es parte de la distorsión neurótica. Salen de las catacumbas el fundamentalismo blanco, la xenofobia, el neo nazismo. La gente corre a comprar armamentos para defenderse “del enemigo” (en USA se han acumulado trescientos diez millones de armas en manos de civiles, incremento exponencial a partir del 2014). Para rellenar esa angustia existencial -identificada por filósofo Soren Kierkegaard- reverdesen fantasías de un nuevo esplendor imperial encabezado por algún profeta. “Lets make America great again”, vocifera Trump día y noche.
Es en esta atmósfera de miedo, frustración, derrota e inseguridad económica, que hacen su agosto grandes demagogos sintonizando sentimientos primarios alejados del buen juicio. El magnate inmobiliario es un exitoso atizador de miedos; promete paraísos y grandezas perdidas; reivindicará la raza europea. Este pragmático, visceral y engreído personaje, ha despertado fieras dormidas. Le creen amigos de pobres, enemigos de ricos, exterminador de musulmanes y mexicanos, restaurador de seguridades y riquezas.
Hace un par de días anunció a su compañero de boleta: un republicano adepto al “Tea party”, cristiano ortodoxo, sentado a la derecha de su propio partido. Intolerante conocido, promotor y representante del establishment al que Donald Trump dice combatir. Esa selección es otra de las incontables sin razones y contradicciones de ese hombre que podría llegar a ser presidente de Estados Unidos de América. Pero nada de eso importa cuando las masas pierden la cordura.