No hay peor enfermedad que la manía de culpar causas externas, circunstancias adversas o terceras  personas (en algunos casos pueblos enteros) por todos los males percibidos, tanto comprobados como imaginados. La versión crónica de esta contagiosa fiebre es muy común, un lento trance que inhibe la iniciativa innovadora y el empuje emprendedor característico del ser humano. Si tropiezo, la piedra es culpable. Tropiezo de nuevo, y la piedra es doblemente culpable porque yo no tengo que levantar el pie. En la versión aguda de la afección se llega a creer que todo conspira contra uno, poseído por una especie de paralizante paranoia que amenaza la voluntad de vivir, o incita a la agresión cuando es acompañada y exacerbada por el odio, como lamentablemente ocurre con alarmante frecuencia. Las piedras nos persiguen y tenemos que acabar con ellas.

Es tan antigua la dolencia de marras, quizás la primera en documentarse clínicamente que por eso fue bautizada “síndrome adámico” por algunos comentaristas.  Poseído por esta fiebre, Adán vio intermitentemente en Eva y la serpiente la causa de su caída del Edén; o al menos, así han interpretado la historia muchos de sus lectores a través de los tiempos, proyectando ellos su febril padecimiento en el texto bíblico. A su vez, Eva culpó a la serpiente. Nunca se atribuyó a una debilidad del primer varón el incumplimiento del mandato divino de no comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y el mal (con la honrosa excepción de algunos comentaristas islámicos). El alegado pecado original siempre fue culpa de otros: de la mujer, de Satanás, o de ambos en diabólica conspiración contra el inocente Adán.

El verdadero pecado original es evadir la responsabilidad personal y atribuir la culpa de nuestras adversidades exclusivamente a la alineación de los astros, el encono de los dioses, la mala suerte o el mal de ojo, entre otras causas o circunstancias fuera de nuestro control. Peor aún es atribuir cualquier contratiempo a nuestra pareja, a nuestros progenitores o al vecino de enfrente. Y el colmo de la irresponsabilidad, verdadero pecado capital, es generalizar y culpar de nuestro destino a  toda una categoría de gente como los periodistas (“enemigos del pueblo”), los opositores (Obama, Hillary Clinton y todos los demócratas, los comunistas, los capitalistas, etc.), o los inmigrantes (sean árabes, dominicanos, haitianos, o judíos, según la latitud y los tiempos).

Jesús de Nazaret, el supremo guía y maestro cuyo natalicio celebramos en esta temporada, jamás concentró sus esfuerzos en buscar culpables, pues él se sacrificó por decisión propia; pero luego muchos nos hemos desviado  de sus enseñanzas, culpando a Barrabás, Poncio Pilato, Judas Iscariote, o colmo de colmos, a todo el pueblo judío por su crucifixión. Si  él magnánimamente predicó amor y perdón- misericordia-  ¿qué sentido tiene seguir nosotros consumidos por el odio que viene de culpar a terceros de todos nuestros males, en lugar de concentrar nuestros esfuerzos en cambiar el destino común mediante el diálogo franco y la colaboración?

Ni lamentarse de la circunstancias o la suerte, ni echar la culpa de nuestra desgracia a terceros jamás ha conducido al éxito duradero, personal ni colectivo. Culpando a judíos, gitanos y homosexuales, Hitler condujo la nación alemana a su debacle tras una gloria artificial y fugaz.  Culpar insistentemente es una enfermedad terminal que solo el perdón cura.

Tampoco la autoflagelación es un antídoto para contrarrestar los efectos del veneno inculpatorio. Solo perdonar, aprender de la experiencia, levantarse y seguir adelante en busca del porvenir promisorio cura el “síndrome adámico” que nos hace buscar fuera de nosotros el origen de todas las adversidades y lamentar  la pérdida del paraíso.

La gente está siempre culpando a sus circunstancias por lo que son. Yo no creo en las circunstancias. La gente que progresa en éste mundo es la gente que se levanta y busca las circunstancias que quiere, y, si no puede encontrarlas, las forja.”

-George Bernard Shaw-