Al discurso público le duele la piel como si alguien le estuviese introduciendo alfileres en las cerradas costuras de su atuendo. Ha sido agraviado y estropeado hasta convertirse en presagio del vacío, en mensaje sin efecto, hijo único del implacable propósito de enterrar palabras con más palabras.

Las personas tratan al discurso público como un argumento. No en el sentido de que mediante él se formule uno, ojala fuera el caso; sino que se valen de él para tener un argumento con un opuesto, para tener un conflicto. Aquí es donde todo empieza a suceder en paralelo.

Cuando tenemos algún argumento con alguien en nuestra vida privada tendemos a no   intentar comprender a la otra persona, sólo buscar la debilidad en su lógica para poder atacarla. Pero, ¿es éste el mejor modelo para los intercambios intelectuales públicos?

Esta ruptura de la frontera entre lo público y privado convirtió al discurso en la ficha de dominó que cayó, y provocó consigo la caída de las demás. Un exilio de esperanzas.

Lo que nos hace sensibles al dolor, es también lo que nos hace sensibles a este tipo de perversidades. No hay desasosiego que no implique un deseo homicida, aunque nos refiramos meramente al asesinato del discurso, y su valor.

Los discursos públicos, modelados a manera de peleas, tienen ganadores y perdedores. Si discutes con tan sólo el propósito de  ganar, y no de defender un ideal, la tentación de negar los argumentos que apoyan a tu contrario, y presentar sólo aquellos que apoyan los tuyos, es muy fuerte. Aceptamos este modelo de argumentación porque asumimos que podemos detectar cuando alguno está mintiendo. Pero no podemos… No a ciencia cierta.

Si el discurso público es una pelea, cada cuestión discutida debe tener dos versiones, dos lados de la moneda. Es crucial que haya otro lado. Esto, porque se cree que la oposición nos dirige hacia el conocimiento. Es decir, que cuando ambos lados discutan la verdad se manifestará, en forma de provechoso aprendizaje. Pero los lados extremos son los que se presentan a la discusión. Es un mito eso de que la oposición lleve a la verdad, cuando la verdad no reside en ninguno de los lados extremos, sino que se encuentra en el complejo centro de ambos… Pero el enfrentamiento de los extremos es lo que entretiene.

El aspecto más peligroso de modelar un intercambio intelectual a manera de pelea es que éste contribuye a una atmósfera de animosidad que se propaga rápidamente.

Hace falta retomar el pensamiento crítico como base para el discurso público. Permitir que éste tome valor por su contenido, en lugar de invertir esfuerzo, tiempo y creatividad en mostrar las debilidades de los demás como forma de hacerlo más ventajoso; que no es igual que hacerlo meritorio, dicho sea.

Entiendo que es la responsabilidad de los medios representar las oposiciones serias cuando éstas existen, y que los intelectuales deben explorar debilidades contingentes en los argumentos expuestos. Pero cuando el deseo de oposición se vuelve abrumador, y exalta los lados extremos hasta oscurecer complejidades y anteponerse a lo realmente importante… Cuando nuestro afán de encontrar impotencias en los contrarios nos impide valernos de nuestras fortalezas propias, entonces nuestra forma de argumentar está sofocando oportunidades de evolucionar el pensamiento, y el discurso público permanecerá siendo intelectualmente virgen.

Será como tropezar al esquivar la piedra.