Narcisista de libros e irrespetuoso de la ley, el Presidente Donald Trump termina como un peligroso líder de culto; seguido a ciegas por más de setenta millones de estadounidenses que aceptan mentiras y teorías conspirativas sin rechistar, dispuestos a violentarse por ellas. En su mayoría, gente de poca educación o de “un solo libro”.

Algunos opinan que el “trompismo” perderá fuerzas hasta llegar a desgastarse: el líder tiene cargos pendientes con la justicia, un gobierno demócrata en la Casa Blanca, y una mayoría popular en su contra. Otros – creo que acertadamente – consideran que seguirá dando agua que beber por mucho tiempo: querrá ser el candidato republicano en el 2024 y mantener doblegado al partido.

Acaparando titulares y obteniendo con extravagancias y tuits llamativos la atención del público, se dificulta pensar en quiénes están detrás del inefable mandatario, y cuáles son las razones de su poder. Analistas enjundiosos señalan que ni su presidencia, ni el haber podido convertir al partido republicano en una entelequia a su servicio, son casuales. En ningún momento ha estado solo. Aparte de su familia, muchos vienen prestándole ayuda.

Explican que Trump es consecuencia de estrategias diseñadas por elites poderosas, cuyo único propósito es manipular al poder. Entre todos, no fue cosa del líder, planificaron, meses antes de las elecciones, la teoría del fraude electoral. Con ella intentan deslegitimizar no solamente a Biden, sino al sistema electoral democrático.                        

Agazapados detrás del bullicioso empresario inmobiliario convertido en presidente, se encuentra lo peor del capitalismo, fundamentalistas cristianos, y ortodoxos constitucionalistas. Sectores obnubilados por el dinero y creencias extremas. Han utilizado a Donald Trump como facilitador de su agenda.

Con mucha perspicacia, politólogos y sociólogos norteamericanos advierten que nadie debe engañarse, pues detrás de todo ese aparente sin sentido existe una estrategia bien armada; el “trompismo” es solo cabeza de playa. El deterioro del partido republicano y el desvanecimiento del “sueño americano” en la población estadounidense permiten la eficacia demagógica y el arrastre de senadores y representantes ávidos de votantes.

(Por cierto, el término “sueño americano” aparece por primera vez en 1900 en el “New York Post”, advirtiendo que la principal amenaza que enfrenta ese sueño la constituyen los “supermillonarios descontentos”, dispuestos a llevarse de encuentro la constitución, y colocar la república en manos de un ejecutivo.)

Revivir el imaginario de ese sueño de felicidad y prosperidad – inalcanzable para millones de sus compatriotas- es parte del discurso hipnótico de Trump, sin importar que no pudiera lograrlo en cuatro años. Esperanzando a los blancos pobres y humillados de las clases trabajadoras, y a no pocos negros y latinos, se convirtió en un eficaz captador de masas, que a la vez nutre el voraz apetito narcisista del que padece. Esos grupos que lo auspician necesitaban con urgencia un personaje como él.

Utilizando al desenfadado e inculto negociante – que personifica encantado el papel de redentor – ahora pretenden socavar el gobierno demócrata sin reparar en daños ciudadanos o institucionales. El fracaso de los demócratas es su única meta, y seguirán tolerando las barrabasadas que el amigo de Putin pueda protagonizar.

No demos al anárquico y en apariencia disparatado presidente de Estados Unidos la responsabilidad absoluta de sus actos. No. Ese líder de masas, y promotor de un culto a sí mismo, recibe órdenes desde centros de poder económico y religioso.  Esos “supermillonarios descontentos”, unidos a fundamentalistas doctrinarios y delirantes nacionalistas, quieren “hacer América grande otra vez”. Pero para ellos, y a su manera.    

Ahora bien, esas componendas de aposento podrían fracasar a causa del mismísimo ex presidente. Imponiendo su candidatura para el 2024, obstaculizaría   candidaturas que pudieran renovar al otrora poderoso partido republicano, dejándolo varado en el “ Trompismo”.

Por otro lado, el antiguo emperador de Washington puede terminar tuiteando disparates desde alguna prisión del estado de Nueva York. Nadie sabe qué ocultan esos traviesos demonios de las coyunturas políticas, ni los expedientes en su contra. Es difícil predecirlos.