Ese out número veintisiete que coronó a las Estrellas Orientales como campeones de la serie 2018-2019 no solo generó un estallido de alegría. También marcó un acontecimiento histórico cuyo eco se extendió a todos los puntos cardinales de la tierra donde había un dominicano partidario de esa causa. Nunca antes un equipo de pelota había concitado una simpatía generalizada. Dentro y fuera de la patria el júbilo se desbordó con una velocidad de águila rauda, de tigre tras su presa, de león tras su objetivo, de corcel gigante, de taurino que no se rinde. Un conjunto de hechos que confluyeron en ese instante no se dieron por casualidad. El partido final que originó ese triunfo tuvo lugar un 23 de enero, exactamente la misma fecha en que los taurinos romanenses cumplían ocho años de haber obtenido su campeonato frente a los paquidermos. Pero esos Toros, a quienes todos ven como los vencidos, fue el equipo que quedó en la segunda de seis posiciones. Con esa serie de la caña Estrellas y Toros, por segunda vez en la historia del béisbol invernal dominicano, tuvieron el arrojo de apagar los estadios de la capital y del Cibao. Y para vincular más a los dos pueblos, Jumbo Díaz, ese hombre con lanza cohetes en el brazo, integrante del equipo de las Estrellas que le tocó tirar la última entrada para coronar al equipo petromacorisano como ganador, es un romanense consumado.
Cuando las Estrellas Orientales se coronaron como campeones del torneo dominicano de pelota en 1967-1968 no se imaginaron una espera de 51 años para volver a obtener ese título. Pero por fin fue detenida la racha de un “tiempo muerto” que se prolongó por medio siglo. Ese triunfo fue tan contundente que ganó los tres golpes de la temporada. Estrellas obtuvo el primer lugar de la serie regular de cincuenta juegos, con 29 ganados y solo 11 perdidos; el primer lugar del reñido round robin de 18 partidos, con 11 ganados y 7 perdidos. Y el importante primer lugar de la serie final de 9 juegos donde se impusieron con 5 ganados y solo 1 perdido.
Sumergido en el éxtasis de la victoria siento un privilegio particular. Soy uno de los tantos estrellistas que esperó 51 años para volver a saborear un triunfo. Los que estamos ante esa situación tenemos en alto ese don de la fidelidad ante la simpatía firme hacia un equipo. Una simpatía que, después de un triunfo tan lejano, ha resistido infinitas pruebas en múltiples ocasiones. En que en las 11 ocasiones que las Estrellas Orientales llegaron a una serie final nos quedamos con la vista larga viendo gozar a los ganadores. Fausto Reyes, a quien allá en Consuelo le decíamos Chicho Jablador, en su afamada labor de anotador oficial de las Estrellas, nos hubiera dado el dato preciso de la cantidad de burla que cada año nos hacían los simpatizantes de los otros equipos. Habría sido una estadística precisa. Pero el gentil y amigable Chicho, víctima de un azaroso infarto, se fue en febrero del 2018 y no alcanzó a ver este triunfo que tanto lo hubiera regocijado.
Yo aún era un niño que acababa de cumplir los nueve años de edad cuando me tocó vivir la euforia del éxito obtenido en enero de 1968. Si algún fanatismo tenía entonces era el de volar chichiguas en el barrio Pueblo Nuevo, allá en Consuelo. Yo mismo las hacía, y a cada ejemplar que le daba esa terminación multicolor le estampaba una estrella verde. Así manifestaba yo una admiración por el equipo oriental que se fue anchando con el paso del tiempo. Durante las primeras horas de la noche, mientras el ingenio seguía moliendo cañas de forma indetenible, los radios de la vecindad constituían una cadena obligatoria. Todos sintonizaban el juego de pelota que transmitía Radio Oriente al tiempo que los mayores jugaban al dominó. Una explosión de algarabía se escuchaba cada vez que José Vidal Nicolás pegaba un roletazo. Lo mismo sucedía cuando bateaba Ricardo Carty, quien por demás era oriundo de Consuelo y vivía allí. El norteamericano Larry Dierker, con sus lanzamientos, amedrentaba a los bateadores del Escogido, el equipo a vencer en esa final.
La noche de aquel lejano triunfo de 1968 tiene en mis recuerdos algunos hechos que ahora veo en colores sepia. Una caravana con una cantidad diminuta de vehículos, posiblemente uno o dos autos, se desplazaba por las calles de piedra del poblado arrastrando latas vacías de aceite El Manisero. Otros iban montados en motocicletas. Se desplazan con cierta lentitud para no dejar atrás a los que venía a pie. Si no me falla la memoria, reconocí entre ellos a dos muchachos del poblado. Uno era Alfredo Griffin, que vivía en el barrio La Habana, y que luego fue un gran shorstop en grandes ligas. El otro era el travieso Marino, con quien compartía vecindad, y que luego resultó ser Julio César Franco, infilder y gran bateador. El bullicio que llevaban era lo suficientemente infernal como para captar la atención de todos. Los pobladores del ingenio nos amontonamos al frente de las casas, con trapos verdes en las manos, para verlos pasar una y otra vez en medio de una algarabía desbordante. Como ya pasaba la medianoche era imposible ver el polvo que se levantaba en las calles de piedra y caliche.
En la parte de atrás de mi casa la celebración tuvo otros ribetes. Para entonces nuestro patio se comunicaba con el de los vecinos Sila y Chino, con el de doña Isabel y con el de la casa de Cecilia, la del difunto Bienvé, el chuchero que murió en el accidente de la máquina cargada de caña. Delante de la casa de Isabel y Cecilia había un espacio ancho que acogía otra algarabía. Aquí la celebración era apabullando con palos las latas cuadriláteras que venían con gas kerosene. Ese era el espacio que durante el día aprovechábamos los chicos para volar chichiguas. La mañana siguiente, en ese patio compartido, me tropecé con una maleta de hojalata, un vetusto cubo rectangular que daba testimonio de todos los palos recibidos en su lomo la noche anterior.
Yo había nacido en La Romana, pero me crie en Consuelo, donde aprendí a simpatizar por las Estrellas antes de volver a mi ciudad natal con quince años de edad. Ya de adulto, cuando iba a ver algún juego de esas series perdidas donde el equipo de Estrellas se disputaba algún campeonato, mi hermano Juan reafirmaba que los estrellistas éramos los “sufre callados”. El otro hermano, Cristóbal, hacía algún comentario de consolación. “Se nos cayó el picheo”, decía. “No respondió el bateo, agregaba”. El periodista Julio César Malone, mi buen amigo, estrellista desde siempre y con quien compartí la escuela básica allá en Consuelo, a finales del 2018 propuso desde Nueva York, donde vive, que en diciembre decretaran terminado el torneo para que las Estrellas por fin pudieran quedar en primer lugar.
Esa larga espera para ganar ha generado diversos argumentos. Un maleficio, un fucú, dicen unos; ganan hasta diciembre y luego se caen en enero, agregan otros. Los más entendidos afirman que se debe a la baja la inversión que hacen los propietarios del equipo para incorporar refuerzos de calidad. Pocos saben que para lograr ese triunfo 51 años después fue determinante la aplicación de la ciencia. Más allá del supuesto maleficio vencido, la clave estuvo en una cadena de confianza que se fue entretejiendo. José Manuel Mallén Santos, presidente de las Estrellas Orientales junto a los demás accionistas, comenzaron a pasar la antorcha a las nuevas generaciones. En esa dirección José Manuel Mallén Calac fue nombrado gerente general, quien trajo al seno del equipo petromacorisano una nueva visión que comenzó en desde el 2017. Mallén Calac comenzó con una revisión diagnóstica pormenorizada basada en los numerito y, entre otros aspectos, confirmó que un déficit histórico del equipo estaba en el picheo. De inmediato hizo los ajustes en esa dirección. Para el campeonato 2018-2019 dotó a las Estrellas de un mánager nuevo con visión actualizada. Fue así como llegó Fernando Tatis II, quien a su vez entró pasándole la antorcha de jugador estelar a su hijo Fernando Tatis Jr. Lo demás fue buena química y aplicación de conocimientos en un trayecto que ha estado matizado por la humildad.
A medida que se aproximaba el final del torneo los fanáticos de la pelota invernal dominicana fueron acumulando un sentimiento preferencia solidaria en favor de que ganara el equipo de las Estrellas. Y el triunfo llegó. El mismo tuvo como pilar a un equipo constituido por Junio Lake, Fernando Tais Jr, Gustavo Núñez, Audry Pérez, Orlando Calixte, Emilio Gustave, Héctor Gómez, Alfredo Reyes, Radhamés Liz, Jumbo Díaz, Miguel Sanó y otros. Fueron reforzados en la etapa final por el dominicano José Sirí y por los importados Héctor Giménez, Héctor Sánchez, Daniel Mayora, Yosmani Tomás, Néstor Cortez y otros tantos. Ese triunfo lo ha dado una composición multiétnica compuesta jugadores dominicanos entre los que se destacan descendientes de cocolos y de haitianos, algo que sucede en todos los equipos de la liga dominicana. Una composición que con su acción hace un aporte de integración y convivencia alejada de los visos recusables que hoy quiere imponer la xenofobia.
Quede claro que en lo adelante ya no habrá maleficio alguno. Ni fucú. Porque las Estrellas Orientales ya será un equipo que llevará a cuestas una reingeniería de su visión. Un equipo más competitivo que liso a enfrentar el monopolio de la vigencia que han ostentado dos o tres agrupaciones de la liga. Esto, por supuesto, aumentará la calidad del béisbol que se juega en el país. Después de disfrutar los momentos mágicos que brindaron cada juego frente al contendor, es importante saber que la competencia ha terminado. Que vuelve de nuevo la hermandad entre todos. Porque ahora, más que un equipo campeón, hay que armar un equipo con los mejores peloteros dominicanos del torneo para vencer en la Serie del Caribe y traerle al país la corona número veinte.