“El libro de las Revelaciones” o “Apocalipsis de San Juan”, escrito en los finales del siglo I de la Era cristiana, es el pasaje más simbólico del Nuevo Testamento. Acontece en plena persecución del Imperio romano contra los cristianos a manos de Domiciano, y, pletórico en alegorías, representa la epopeya mística debatida entre el Bien y el Mal. Se le reconoce además como un texto altamente profético al sugerir la identificación futurista de sus personajes y hechos con otros que aparecerían en el transcurrir de la historia. Tal cual los míticos jinetes comentados en el libro de Zacarías que sostienen la narración de las plagas que azotarán a la humanidad: “Y salió otro caballo rojo: y al que estaba sentado sobre él, fue dado poder de quitar la paz de la Tierra, y que se maten unos a otros…”; “Miré, y vi un caballo bayo. El que lo montaba tenía por nombre Muerte y el Hades lo seguía: y le fue dada potestad (…) para matar con espada, con hambre, con mortandad…”
Un óleo sobre tabla completado en el Flandes de 1562 parecería compartir las alegorías previamente mencionadas; en él, la propuesta escénica se concentra en el triunfo de la muerte sobre todo lo humano destacándose dos coincidencias: un corcel cuyo jinete, guadaña en mano, se impone justo en el centro de la obra, y el rojo de un cielo metafóricamente apocalíptico. Hablamos aquí de “El triunfo de la muerte”, monumental cuadro de Pieter Brueghel recién restaurado por el Museo del Prado, caracterizado por muchos como satírica y moralizante lección de un artista sobre el cual se sabe poco y de quien se conservan apenas tres docenas de trabajos.
Plagado de rasgos de precoz expresionismo e influenciado por los complejos trazados de su predecesor Hieronymus Bosch, el óleo de Brueghel no muestra los demonios que en “El jardín de las delicias” el primero reveló ante la dantesca danza humana como premonición, denuncia, o alerta cuestionadora. En “El triunfo de la muerte”, según la correcta apreciación de un crítico, tampoco hay jueces o juicios. Ni siquiera está Dios. Porque son los muertos quienes ejecutan a los vivos sin compasión; hordas de muertos por doquier que en carretas, barcazas, caravanas y carruajes dominan el entorno ante aquel despiadado jinete que bajo un pardo-rojizo cielo cubierto en llamas espejo de la destrucción de todo lo viviente, comanda la victoria del Mal sobre el Bien.
A través de los tiempos, el Bien y el Mal han viajado desde la platónica concepción del primero como idea suprema y del segundo como la ignorancia; desde el modelo metafísico que adjudica al Bien el poder de otorgar la verdad a los objetos cognoscibles y desde su representación como orden total, según Krishnamurti, hasta la nietzscheana negación de ambos que insiste en ir más allá de sus orígenes ya que lo verdaderamente válido, según el controvertido pensador, es entenderles en el contexto de las circunstancias y los individuos. Brueghel no parece concurrir con tal idea, y va más allá cuando convierte a la muerte en verdugo ejecutor que extermina jóvenes y viejos, religiosos, poderosos y hombres comunes por igual. Porque no quepa duda: nadie saldrá vivo de este cuadro.
Arturo Pérez Reverte ha dicho que en la pintura que nos ocupa la muerte es escornada, radicalmente terrenal, indiscriminada y sin esperanza; inapelablemente victoriosa. Es un trabajo en el que, a pesar de mostrar once instrumentos musicales, el observador no logra escuchar nada, sólo el silencio del triunfo del horror sobre nosotros en despiadada lección final. Premonición, quizás, de los conflictos a venir en aquel Flandes de la guerra de los 80 años, de la crisis de los feudos y la despiadada peste que arrasó con media Europa. O tal vez desafío crítico-social (en el contexto de la Contrarreforma) en una región que a pesar de la diseminación de las transformaciones renacentistas, arrastraba la visión sombría del pasado y la incertidumbre del más allá de la existencia como han sugerido los curadores de la pinacoteca madrileña.
Curiosamente, entre todos los personajes que aparecen en “El triunfo de la muerte” solo dos lucen inmutables a lo acontecido a su alrededor: Una pareja de amantes colocada en el flanco inferior derecho de la composición que impertérritos, se entregan el uno al otro en plena masacre. Están absortos en su enamoramiento, a tal punto que no se han enterado de que un cínico esqueleto toca el violín a sus espaldas. Anestesiados por el amor, parecería, tal vez sugiriendo cómo aquel sentimiento es capaz de todo y de lograrlo todo; incluso, como dijo el poeta, ser capaz de “encender lo muerto”.
¿Qué lecciones aporta esta tabla en el contexto del presente? A juzgar por el número de guerras de las que hoy somos testigos, ¿estamos tan lejanos a Homo sapiens como indica el calendario? Viviendo a espaldas de la muerte ajena, sobre todo la infligida por grupos, Estados o ideologías, ¿ignoramos acaso el horror que las imágenes de los conflictos bélicos esparcidos por los continentes cómodamente nos regala diariamente CNN? En suma, transcurridos dos milenios de civilización y ante la evidente fragilidad de nuestro existir a merced de un botón o de una orden telefónica, ¿estamos tan cerca de la destrucción en masa como sucediera en dos ocasiones el siglo pasado?
La guerra de Vietnam, una de las más destructivas disputas posteriores a la Segunda guerra mundial, fue recreada por Francis Ford Coppola en el apoteósico filme “Apocalypse Now” a través de secuencias de inconmensurable realismo; se destacan entre ellas los indiscriminados bombardeos con napalm que cínicamente comenta un comandante personificado por Robert Duvall, y la escena en la que se destruye una villa a golpe de metralla disparada desde los helicópteros de la Primera División de Caballería de los Marines norteamericanos.
Aquellos artefactos, verdaderos jinetes del horror, aunque no son los esqueletos de Brueghel, constituyen poderosísimas máquinas asesinas que en la película bailan por los aires tenebrosamente mientras al unísono escuchamos la Cabalgata de las Valquirias. Contrario al cuadro de marras, aquí el silencio de la muerte está roto por rabiosos motores y por las notas del Wagner nibelungo; y son hombres, no esqueletos, quienes matan a diestra y siniestra en una surrealista danza fúnebre que ya había inmortalizado Neruda: “A lo sonoro llega la muerte /como un zapato sin pie, como un traje sin hombre, /llega a golpear con un anillo sin piedra y sin dedo, /llega a gritar sin boca, sin lengua, sin garganta”.
Medio siglo después de Vietnam, los medios nos estrujan en la cara la devastación de Alepo, Gaza y Mosul, nuevos laboratorios del mal que, insertos en pleno centro de la posmodernidad, nada tienen que envidiar a las alegorías de la obra maestra aquí comentada. En cualquiera de aquellas ciudades, anónimamente, madres, abuelos y adolescentes enamorados conviven entre el espanto que los esqueletos de la muerte vecina les provoca. Y, sin ni siquiera saber por qué, demasiado sacudida como para llorar, la hermanita de un niño huérfano que acaba de morir víctima de un mortero lanzado por un desconocido, apenas alcanza a arrebatarle un juguete de sus manos. Para huir entre las llamas que han devorado el refugio donde había “vivido” durante casi todos sus accidentados doce años de existencia.