Si bien mis estimadas colegas en la diáspora atinan en combatir la idea popular en la academia estadounidense de que en la República Dominicana existe un racismo patológico caracterizado como “negrofobia” o “autoodio,” no se puede negar que el prejuicio racial persiste en nuestra sociedad y que de cierto modo nos define, nos limita y perjudica. Dicho prejuicio se nutre de dos vertientes: el histórico racismo institucional y el racismo que se reproduce cotidianamente como práctica cultural mediante el discurso cotidiano y formas de experimentar y sentir la identidad.
Indisputablemente, se trata de un fenómeno complejo que resiste comparaciones y simplificaciones. No obstante, disponemos de suficientes estudios y, como dominicanos y dominicanas, de bastantes experiencias vividas para definir el carácter de la ideología racial en la sociedad dominicana y su función generadora de las conductas de gran parte de la población.
Racismo hay por todo el planeta. Sin embargo, el racismo en la sociedad dominicana es particular porque combina un odio político históricamente condicionado hacia un “otro,” el inmigrante haitiano, y un absurdo menosprecio hacia el negro y, en menor grado, el mulato dominicano. ¿A cuántos de nosotros desde pequeños no nos tocó lidiar con el imperativo decretado por nuestros padres y abuelos de “hay que mejorar la raza” o la idea de que a la hora de emparejamos teníamos que seleccionar a alguien de tez más clara? ¿A cuántos no nos frustró aquel absurdo afán?”
La dimensión económica del racismo se resume en que a la persona de color le toca la peor parte en la repartición de trabajo, recursos, oportunidades, capital y seguridad social. En nuestro caso, los haitianos, negros y mulatos dominicanos suelen ser el objeto primordial de la discriminación socioeconómica. Además, el estado y varias de las instituciones civiles permiten y en muchos casos, por manipulación o indiferencia, promueven la discriminación racial.
Lo que llamamos “el racismo dominicano” es más bien una conjugación de estrategias políticas y culturales que sostienen un sistema de desigualdad social. Estas estrategias son múltiples y variadas, pero comparten una creencia fundamentalmente colonial de que el valor de una persona, su belleza, su integridad moral, lo determina el color de su piel. En el territorio dominicano insular y en el diaspórico esta creencia ha circulado y continúa circulando. Es triste, es dañino porque, entre otros daños, el racismo mata los sueños de autorrealización de muchos individuos y limita sus aportes al desarrollo de una sociedad óptima.
La discriminación socioeconómica que más afecta a las minorías constituye el racismo en su sentido más básico y brutal. Más difícil de reconocer y confrontar es el racismo sutil, el racismo cubierto (de “amor por la patria”), el afectivo-nacionalista que habitúa a millones de personas a las injusticias sociales que a diario viven la gente de tez oscura, muchos de los quienes terminan aceptando todas las desgracias e injusticias sociales como algo “normal” y “natural” y cuyo horizonte social queda reducido a la servidumbre.
Mediante dichas estrategias políticas y culturales concretas, los grupos e individuos más privilegiados de nuestra sociedad se van haciendo más ricos y poderosos a costa del sudor de los pobres que más trabajan y sacrifican. Nuestros detractores objetarán que miles de dominicanas logran tener éxito a pesar de ser afrodescendientes, pero igual millones nunca llegan a salir de la pobreza gracias a la vara de la raza con que se mide el valor de un individuo o el grupo social a que pertenece. Esto son los hechos sociales que reflejan sintagmas tales como “maldito negro.” En el español dominicano, esta frase constituye uno de los insultos despectivos y formula de descortesía más populares que expresan y promulgan explícitamente un sentido de superioridad por parte del usuario y falta de respeto hacia “el otro”.
Lo más absurdo del racismo es esa creencia en el pedigrí social, el de que la superioridad existe y que es pertenencia exclusiva de los blancos y ricos. Estas ideas y actitudes se reflejan en el popularísimo concepto dominicano de comparón o comparona, que significa “persona que se compara y se cree mejor que otra y superior.”
Tristemente, la clase pensante, salvo algunas excepciones, no les da a estos asuntos la importancia que se merecen. Ya sea a favor de o en oposición al gobierno de turno, los intelectuales dominicanos con sus “poéticas de la crítica dominicana,” “radiografías de la simbología dominicana” y demás valoraciones insípidas casi invariablemente optan por dedicarse a inflar el ego nacional o, en la mayoría de los casos, el ego propio.
Las mentes más lúcidas, las activistas más comprometidas y los más valientes miembros de la comunidad de inmigrantes en la República Dominicana convergen en torno a una gestión que con el tiempo será capaz de remover la conciencia de la mayoría de los dominicanos. Pero la tarea no es nada fácil. El racismo no se frena, no se destruye con una declaración, gestos o poses progres. Serán necesarios un re-lavado de cerebro, un retorcerse del alma, una reeducación completa, una marcha que sacuda los pilares del sistema.