Llegué a París lleno de ilusiones. En París quería recomenzar mi vida. En París quería encontrar el amor definitivo. El de verdad. ¡París, la ciudad más romántica, la más bella, la ciudad de mis sueños!
¡Qué ingenuo era!
París fue la ciudad de mis pesadillas. Pero todavía no lo sabía. Lo supe el día que empecé a buscar un apartamento.
Un amigo que se había ido de vacaciones a Nepal durante varias semanas me había dejado su apartamento mientras buscaba el mío. Él me dio el nombre de un periódico donde todos los jueves se publicaban cientos de ofertas de alquiler. Solo hacía falta que eligiera el apartamento mas lindo del barrio de mi preferencia, que firmara el contrato y me mudara ¡Nada más fácil! Eso pensé.
¡Qué ingenuo era!
El jueves siguiente, me levanté al mediodía. Tomé un maravilloso desayuno y una ducha reconfortante. Me vestí y salí a comprar el periódico en el bar de la esquina. Estaba de excelente humor.
"El periódico se agotó hace ocho horas", me dijo el vendedor.
"La próxima semana, entonces" me dije.
A la semana siguiente, compré el periódico antes de las ocho. Al regresar a casa de mi amigo, marqué los anuncios que me interesaban con mi pluma roja. Llamé durante horas, pero todos los apartamentos ya habían sido alquilados.
"La próxima semana," me dije otra vez. Esta vez, esperé la llegada del periódico a las cinco de la mañana. Cuando empecé a llamar, todavía estaba oscuro. Esta vez tuve éxito: La voz agresiva de una mujer me dio una cita una hora más tarde en el apartamento que me interesaba.
Estaba contentísimo. ¡Qué ingenuo era!
Mi alegría duró la de un pobre. Cuando llegué había una cola más larga que la de frente a la casa del doctor el día de los Reyes. Vi además que cada persona en la cola tenía bajo el brazo unos legajos más gruesos que los del caso de lavado de Félix Bautista. O los del caso de violación de DSK.
Durante tres horas, tuve que soportar el viento frío y la lluvia helada. Finalmente llegó mi turno. Traté de hacerle ojos bonitos a la vieja dueña, para aumentar la probabilidad de que me alquilara el apartamento.
"¿Dónde están sus papeles?, me gritó. Mis encantos no habían tenido efecto.
Ella se echó a reír cuando le dije que no tenía ningunos.
“¡Siguiente!”, gritó de nuevo.
Ni siquiera me miró.
Caí en depresión. Mi amigo también, cuando llegó y se encontró con que todavía estaba arrimado en su apartamento. Por más que quiso disimularlo, podía leer en su cara “la visita después de tres días jiede”. Fue entonces que me explicó que para alquilar un apartamento en París, tenía que mostrar al propietario todo tipo de documentos: Hoja de salario, estados de cuenta del banco, certificado de buena conducta, certificaciones de dos garantes en caso de que pensara echar un cubo, en fin, solo faltaba que llevara mi acta de defunción…
Mi amigo me ayudó a armar mi expediente. Pero incluso con uno, tuve que esperar un mes y medio. Mis expectativas se iban reduciendo al mismo ritmo que la impaciencia de mi amigo iba aumentando. Estaba loco por recuperar su privacidad.
Finalmente encontré mi apartamento. Más bien mi estudio. Hay una ligera diferencia: En París, un estudio es una habitación con apenas espacio para un catre, una silla, una mesa, y en las cuatro esquinas, una cocina americana, un armario, un inodoro y una ducha. Mi estudio era tan pequeño que tenía que salir al pasillo cada vez que tenía que rascarme la espalda. Todo era chiquito en mi pequeño estudio, excepto el alquiler: Por ese cuchitril, tenía que pagar como si alquilara la mansión de Miguelito en Arroyo Hondo.
Me pregunté si había tenido suerte. Al final me di cuenta de que pude conseguirlo porque nadie más lo quería: Vivir en el Barrio Latino, atestado de turistas ruidosos de noche y de día y noche, fue un verdadero infierno.
"Por lo menos tengo mi casa", dije yo para animarme.
Entonces me decidí a establecer una buena relación con mis vecinos. Pero eso era imposible. Porque en París, los vecinos no se saludan. Cada vez que di los buenos días, la gente me miró como si fuera un loco, en silencio, por supuesto. Desencantado, me abstuve de ser un buen vecino.
Cuando la vecina de abajo tocó en mi puerta, me sentí muy feliz. Pensé que me daría la bienvenida. Además, era preciosa. Inmediatamente me gustó su largo pelo negro, su piel pálida, sus ojos azules. En resumen, me asfixié: Era la mujer que estaba buscando, la mujer de mi vida.
El motivo de su visita no fue por desgracia el de establecer relaciones amistosas. Había venido a quejarse: Tuve que dejar de darle al inodoro después de las diez de la noche. El ruido le impedía dormir. Pero ella mentía: A esa hora nunca estaba durmiendo. De eso me enteré más tarde.
Así que dejé de darle al cuerpo. Si quería ir al baño por la noche, me aguantaba o aguantaba el mal olor. Por ella yo estaba dispuesto a todo.
Mi sacrificio fue inútil. Un domingo, mientras estaba leyendo antes de dormir, mi vecina comenzó a gritar. Sus gritos eran tan fuertes como los de vinicito contra Danilo. O los de vincho contra Hipólito. Tanto, que no podía oír a los turistas en la calle. No paraba de tirar dichos. Pensé que se le había metido un ladrón. O que la estaban violando.
¡Qué ingenuo era!
Bajé y toqué a su puerta. Un hombre en cuero abrió, sólo para insultarme. Él no le había robado nada, salvo su c…orazón. No la estaba violando, se la estaba tirando… Él no la violó, le hacía el amor con ella.
"Ven a la cama, papi", fue lo único que dijo.
Salí a la calle para caminar, como cada vez que empezaba a gritar. Es decir, todas las noches. Mi vecina tenía unas ganas tan grande como la de Leonel de terciarse la ñoña. O tan grande como las ganas de chulear de DSK.
"¡Qué vaina! Pagar tantos cuartos de alquiler para tener que dormir en la calle", me dije una noche mientras cruzaba el Pont Neuf.