Hubo una vez que un muy famoso crítico dominicano de los del número (París), en la introducción a una breve antología que me incluía, afirmó que el de mi generación poética –llamada de los 80s–, es “un discurso gago” (es decir, tartamudo, farfalloso, tartajoso, zazo), tal vez imaginando (en su ácido río destructor, y dada la cercanía fónica de términos), que el tartamudo es exactamente igual que un mudo en vez de alguien cuyo decir potencia cada sílaba con el eco de su tara, haciéndola, sin duda, destacar, al machacarla reteniendo entre la glotis la palabra total, el sonido a medias por decir. Debo conceder que, desde entonces, la Escritura Tartamuda, el Logos Gago, me parece una alucinación y posibilidad sumamente fascinantes. Y creo que tanto Huidobro como Girondo estarían orgullosos de ser calificados como poetas semimudos: Oliverio girando orondo y en redondo y Vicente en sus molinos de gago lalilá. De modo que, visto así, lejos de irritarme, asumiría con enorme gusto mi bautizo pontificador como “Poeta Gago de la nación” o “Poeta Tartamudo Nacional”, con todos los privilegios y deberes que ello implique.

Pero qué va: muy distinto es mi caso. Debido a que fui un niño enfermizo desde los 6 meses de edad, cuando en plena Revolución de Abril hube de padecer una cirugía casera ejecutada por mi vecina médico con cuchillos de cocina y cuanto instrumento quirúrgico apareciera en casa –niño que luego, en nuestro cuarto estrecho del caserío de una esquina de las calles arzobispo Meriño con arzobispo Portes a pocos pasos del mar Caribe (justo donde se encuentra hoy el Centro Cultural de España) desarrollaría un asma destructiva y demoledora–, en mi caso, repito, podría quizás hablarse de “discurso poético asmático”, aunque eso remitiría de inmediato a Lezama Lima, y tal no es mi intención ni mi nave es de esas dimensiones. Y, aparte, no uso polvos Abisinia exibar sino el vulgar Salbutamol en nubes de mi inhalador.

Sin embargo, me parece evidente hoy, a varios años-apagones (que son mucho más cortos pero mucho más intensos que los universales años-luz), que aquellas prolongadas postraciones fueron las generadoras de mi interés precoz por la palabra escrita. En esa época lejana no se había sintetizado aún el milagroso albuterol, y mis bronquios y pulmones colapsados por momentos, mis débiles ramitas y fuelles vitales, eran bombardeados con blanco oxígeno en tanques rojo-anaranjados lo que, desgraciadamente, sólo conseguía abrir una brecha limitada en mi sistema respiratorio; y vuelta a lo mismo ante la menor alergia por el polen, carrera rápida, risa estridente o influenza. De modo que, viendo el carrusel del mundo pasar ante mis ojos, envidiando el beisbol de los demás, o el encampanamiento de chichigüas y capuchines, tenía que leer. Y, al evitar lo más posible hablar, no fuera a ser que la vida se me escapara por la boca; al tener que conservar desesperadamente, dosificándola, mi pequeña ración de aire, tenía también que escribir si quería vincularme con el mundo, si quería dar materia consistente a cada sueño, expresar mi desesperación; si quería enviar una carta nostálgica a mi madre en Nueva York; si quería decir que te quería.

Ya la señorita Carmen me había mostrado el milagro del lenguaje en su escuelita de patio de la calle Bartolomé Colón, Villa Consuelo. Me entusiasmó sobremanera aquello de poder descifrar lo que mostraba un libro y además de poderlo repetir en mi cuaderno (“amiguito, préstame tu sacapuntas, para que me quede linda la caligrafía”). Entonces se hizo fácil entender a hurtadillas los consejos de las revistas Vanidades de mis tías, la abundante colección de Selecciones de Reader’s Digest, las fotonovelas mexicanas en las que el cubano Frank Moro y muchísimos galanes más disfrutaban (imagino) que el fotógrafo pidiera repetir una y otra vez la toma movida donde había que besar a la protuberante protagonista. Y bueno, un día apareció en un rincón de casa –“porque a este carajito sí que le gusta leer”–, el Lazarillo de Tormes, de manos de alguno de los enamorados de las chicas de mi casa. Y después llegó El Quijote y los poemas dulces de Salomé en la escuela, y Fabio Fiallo y Vargas Vila y toda Corín Tellado escondidos en el neceser de cualquiera de las tías; y en la peluquería de Deschamps –a punto de recibir mi nuevo recorte al rape con las tijeras de Momón–, Marcial Lafuente Estefanía. Qué chévere, caramba, ¡yo también quiero escribir así!

Después, me tomé el asunto en serio, publiqué mi primer libro, El oscuro semejante, en 1989, que de inmediato recibió 2 reseñas en los diarios, radicalmente opuestas entre sí: una en la que un compañero de mi generación y del Taller Literario César Vallejo de la UASD, decía que ese oscuro semejante bizqueaba (como ven, fui bizco mucho antes de ser gago) y otra admirablemente profunda y elogiosa de alguien a quien jamás había visto y a quien ni siquiera envié mi libro para que lo reseñara: José Rafael Lantigua, quien con los años se erigiría en una de mis más grandes amistades literarias. Tal sería el panorama hasta este hoy: existen quienes detractan pública y privadamente mi poesía argumentando que no entienden nada, mientras otros me susurran al oído mis supuestas excelencias. Y yo, sin ser creyente, citando siempre el libro de los libros: quien tenga ojos para ver que vea. Yo soy yo (o eso creo), pero mis textos son ellos mismos, o por lo menos no son yo.

Después de El oscuro semejante –donde creo haber pagado mi cuota de “poeta de poemas”– hice un duro silencio de 8 años buscando cómo decir lo mismo de otro modo (no hay de otra). Las concepciones poéticas a la mano dejaron de satisfacerme. La poesía, me decía, es otra cosa. Dejé entonces de buscar la poesía en la poesía y empecé a rastrearla en otras partes. Así nació Negro Eterno en 1997, excavando el numen oscuro del bolero. Fue conformado Vicio en 1999, rastreando el estro en la descripción torcida de todas las posturas eróticas posibles. Vino Burdel Nirvana, en 2001, fundido en la lírica de la moda femenina. Seguí mi rumbo insatisfecho, pescando la poesía del mar y del amor, de su –quizás– simbiosis, de su palíndromo en amor o mar, y lo llamé Mosaico Fluido, en 2006. Hasta parar en Pseudolibro, un libro falso, un discurso que no fluye, un libro que no es libro, pero editado como tal en 2008. Luego fue el tiempo de medir el tiempo en Un minuto de retraso mental (2013), de darle un cuerpo al cuerpo en Música ósea (2014) y de censurar el lucro con mi Poema con fines de humo (Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña 2021).

Todo este abordaje extraño del fenómeno poético tiene su justificación. Confieso abominar de la poesía y del poema, al menos de tal y como los ven hoy día media isla y media humanidad. El común aspira a practicar deportes extremos pero a leer poesía light, y yo me niego a ello, escribidor nadando contra la corriente en mi poema extremo. En realidad, lo que me gustaría poder escribir (para borrarme el asma de la mente), son catálogos, facturas comerciales, bachatas de pensamiento puro, guías del estado del tiempo o tratados de psicofarmacología, y venderlos como si fuese poesía, y hasta ganarme unos centavos mientras me río muy bajito –no vaya a ser que de nuevo haya que nebulizarme. Cierto es que esta postura heterodoxa ante el lenguaje me ha granjeado situaciones singulares y ha conseguido engrosar mi ya enciclopédico ridículum vitae. Dos anécdotas son mis favoritas. La primera la debo a la señora Gordillo, una admiradora nicaragüense que encontró mis textos en la web: se pregunta cómo es posible que yo conozca tan a profundidad el cuerpo femenino y sus intríngulis deseantes siendo hombre, y asegura que en mis poemas se siente interpretada, ¡uy! La otra anécdota incluye también la internet, donde mi libro Burdel Nirvana aparece reseñado más veces entre los libros sobre moda y vestimenta que entre los poemarios. Lo mejor es que en Amazon punto com, Burdel Nirvana tiene un solo comentario, que reza así: This Book is excellent and it’s not only because my father wrote it. He’s a great author and his work is amazing (traducción: este libro es excelente, y no sólo porque lo escribió mi padre, etc). Está firmado por mi hija mayor. ¿No son esas las palabras más tiernas de este mundo? ¿Para qué necesito más lectores?

Por todo lo que he dicho, por todo lo que he escrito, y por la que sería mi tercera tara (un nulo oído ante la pobre musiquilla de las esferas líricas locales) reivindico para mí el tartamudeo literario, y me declaro po-po-e-e-t-t-ta.