Todo proceso de transformación social debe reconocer que existen tres dimensiones o campos de acción: la del movimiento social, la del movimiento popular y de bases, y la del movimiento político. Cada una tiene sus lógicas, sus dinámicas y su rol.
El movimiento social es variable, reivindica conquistas específicas, interpela al poder establecido, exige concesiones “desde adentro”, remece los valores asumidos como naturales y legítimos, reclama cambios institucionales. Su composición “horizontal” es diversificada, variopinta, laxa. Su lógica es crecer y decrecer, encenderse y apagarse.
El movimiento popular y de bases por su lado es la organización de los sujetos oprimidos, dominados y explotados con una consciencia de los problemas y causas estructurales de los mismos. Defienden posiciones “desde abajo”. Sindicatos, asociaciones laborales y/o gremiales, barriales, comunidades, agrupaciones de la educación, la salud, género, sexualidad, ecosistema o vivienda: todas ellas desarrollan una lucha de construcción de contrapoder de largo plazo, que reconoce las relaciones de fuerza que explican su situación existencial, y su horizonte es transformarlas y superarlas.
El movimiento político es otra cosa: se trata de lo que en Bolivia llaman “el instrumento”, es decir la herramienta con que el movimiento popular y de bases, amplificado en coyunturas específicas por el movimiento social, cuenta con cuadros y estructuras para dar la guerra de “movimientos” y pasar a la guerra de “posiciones”, de disputar la hegemonía política, de tomar las instituciones, de construir “desde arriba” y dotar de “orden” (un nuevo “orden”) a la sociedad.
Si el movimiento popular y de bases se ajusta al social, se torna oportunista, demagógico, pasa de ser lucha de conquistas a “incidencia”, desarticulando a los sujetos que pueden transformar la sociedad. Si no se protege al movimiento social, se torna incapaz de potenciar y aprovechar coyunturas a escala ampliada por atender solo plazos largos, o se dedica al “gobiernismo” (en sus facetas de ONGísmo o de protestismo) o, sencillamente, queda instrumentalizado por la partidocracia o clanes de poder. Si no se reconoce la especificidad del movimiento político, este se vuelve espontaneísta, voluntarista, fantasioso, o también inoperante, o incapaz de construir consensos y mayorías.
En República Dominicana más de una vez se ha trabajado para desarticular al movimiento popular y de bases, disolviéndolo en los cortos plazos y roles del movimiento social. Al movimiento social muchas veces se le ha quitado su fuerza histórica, exigiéndole que haga lo que no debe, pero también confundiendo la incidencia con la mercadotecnia, vaciándolo de vínculos con la lucha popular, aplacando su radicalidad, tornándolo en “luchismo” y vanguardismo, y haciéndolo instrumental, enajenando a sus actores que, a veces, terminan llevando agua al molino de la partidocracia vigente. El resultado es que los sujetos golpeados por los abusos y las injusticias se vuelven históricamente inofensivos e impotentes.
Colombia y México nos dan una enorme lección. Petro perdió, López Obrador ganó. Pero ambos han logrado una votación histórica en dos países enormes que han funcionado como colonias de la injerencia de EE.UU. y de los programas neoliberales más destructivos. Esos fenómenos no se explican sin una capacidad asombrosa de paciencia y afán de años para construirlos, de tomar en serio lo electoral como momento de cambio de forma convocante y seductora, de salirse del testimonialismo, del facilismo y la mediocridad. Y a la vez no se explican sin considerar los movimientos sociales y los movimientos populares y de bases que durante décadas no han descansando de tomar las calles, de defender derechos, de resistir y disputar poder, incluso al costo de sus vidas, y son la zapata desde la cual otra etapa política puede verse en el radar.