A Pablinchi.

1977

Los sábados eran la eternidad. Gurabo era el Paraíso. La brisa era la más fresca; el cielo, el más azul; las nubes, las más blancas; las lomas, las más verdes, las más cercanas. Como en el Paraíso, todas las plantas existían para nosotros: las de los mangos más dulces, la de las yucas más tiernas, las de las naranjas más perfumadas, las de los tamarindos más somnolientos, la del bien y el mal que no daba frutas sino mentas de espíritu. Como en el Paraíso, todos los animales existían para nosotros: las guineas risueñas, los puercos navideños, las gallinas ponedoras, las vacas, los chivos… Y en medio, la casa más acogedora, el zaguán más delicioso, las mecedoras más cómodas, la sopa de pecho más rica; la abuela más alegre; el padre más tierno ¿Qué podía querer? Nada, si lo tenía todo ¿Qué podía temer? Nada, pues todo era para siempre. Pero no. Hubo la muerte y la sequía y la roya y las carnicerías y el pueblo que crece y el tiempo que no se detiene. Ya nada existe.

1994

Y sin embargo, ahí está, con su pelo bueno engominado y su mala cabeza llena de poemas,  con sus zapatos blancos y negros, con su camisa blanca, con su pantalón negro, blancos y negros como las fotos del Paraíso, con sus marlboros en el bolsillo y su romo en la barriga, con sus carcajadas tristes, con sus páginas a la izquierda, desperdiciando el mañana por el hoy y el hoy por el ayer, pretendiendo haber encontrado la puerta secreta, el camino de retorno, construyendo cada noche un edén del que no quedará al día siguiente más que insomnio sin tamarindos, hambre sin sopa de pecho y un mal sabor que no podrán acabar todas las mentas del mundo.

2017

Menos pelo, mejor cabeza, asumiéndolo todo, aceptándolo todo, perdonándoselo todo, agradeciéndolo todo, el Paraíso perdido, su candidez, su necedad, su nostalgia, sus flaquezas sobrevaluadas, sus fortalezas menospreciadas, desconocidas; sus fracasos, sus magros triunfos, su osadía recién estrenada, su joie de vivre, su salud, sus hijos, sus palabras, su vida…