Nos queda claro que Adán, el primer hombre que habitó sobre la faz de la tierra (la ciencia habla de un Adán mitocondrial, y de una Eva mitocondrial que recordemos estaban por allá por Africa), según dice Génesis 2:4-25, comenzó a nombrar las cosas existentes sobre el planeta, que era un jardín, digamos para no meternos en líos. Según las crónicas, de las cuales no debemos dudar por el momento, Adán nombró a los animales, pero también se sabe que debió haber nombrado otras cosas: los árboles, los ríos y a su propia mujer, Eva. No sabemos si nombro a la serpiente, y cuántos días le tomó todo el proceso de nomenclatura.
Porque a decir verdad si Adán nombró todo, imagínese cómo sería entrar en el tema de todos los insectos, de todas las plantas y de todas las frutas. La más acendrada biología no se extrema en este inventario de catálogos, y eso que hizo Darwin en Galápagos, nos parece entumecido, quizás una norma como la que hizo también Lamarck. Frutas, monocotiledóneas y dicotiledóneas, jaguares, bestias del campo pero no de la ciudad, animales de todas las dimensiones: microscópicos, enormes como los grandes elefantes de la India. Nombrarlo todo es un ejercicio de vanidad y de poder inicial o iniciático –ahora estas palabras concuerdan– que implica llamar a la gente como hacen las oficialías civiles de nuestros países cuando otorgan carta de nacimiento o licencias de conducir en nuestros abigarrados carnets. Seguro social, nóminas públicas, listas de graduandos, catálogos de infamias, ponchadores de trabajo, bibliografías eternas, enormes diccionarios, todo parece ser un territorio para Funes o para Ciro, rey de los persas que según Borges se sabía el nombre de todos los militares de sus ejércitos.
Le decía a un amigo que era necesario que entendiéramos eso que nos dicen los grandes libros de las antiguas tradiciones. A saber, me refiero al Bhagavad Gita, al Ramayana y cómo no, al Mahabharata, para no hablar del Talmud, el Corán y la Biblia. Dirá usted que sí, que todas esas fabulas –dirá usted– (reputados académicos de universidades norteamericanas consideran algunos de estos libros como fuentes esenciales de algunos períodos históricos), pueden ser leídas y revisadas, e incluso comprendidas. El Ramayana hindú, por ejemplo, lo recordamos perfectamente: narra la vida de Rama, el legendario príncipe del reino de Kosala y es bastante divertido. Quién no leyó cosas fantásticas en su juventud? L. Baum, es una cosa extraordinaria cuando se habla de eternas fantasías: el mago de Oz, donde hay monos de alas voladoras y creo que debería haber elefantes tipo Dumbo. Quería decir que uno escucha una canción de Mathew Gordon Summer, Dessert Rose se llama –a ver, ponedla– cuando se interna en estas antiguas tradiciones de estos lugares tan apartados al nuestro.
Entra uno en un mundo que tiene que ver, sin tanta ONU y twitter de Trump, con asuntos trascendentes en la búsqueda de la devoción, ahora sin treinta y siete historias. Descubre uno el ki de los japoneses, el chi de los budistas, el taksu de de los balineses, el Venerado de los poetas sufíes islámicos, y el espíritu santo de los cristianos. Y se interna uno también (este momento es importante), en esa película que ganó el Oscar con la actuación de Ben Kingsley, Gandhi, por un asunto esencial: el edificio de la embajada en India que es blanquísimo como un colmillo de marfil. Uno se queda pensando en Kipling, que nos dijo, de manera elocuente, que el gato walks by himself, y por qué no: en la Diosa Krishna. India es un país de historias extraordinarias. Quiere uno entrar en el mapa de Rand Mcnally, que nos pareció único, una cartografía que deja sin aliento, el inventario fantástico de todas las instancias de la tierra.
No he investigado sobre Mcnally y he perdido el libro pero me queda claro: nunca antes se había hecho algo así: todas las ciudades, todos los municipios, todos los ríos, todas las comarcas, todas las montañas, ríos, lagos, mares, es decir, toda la tierra en ese mapamundi, que es un inventario cartográfico hecho en Estados Unidos y que no todo el mundo conoce y que ahora, con la vanidad del Internet –creerse que lo tenemos todos en una mano, aunque es verdad, y no estoy en contra–pues la gente no accede a antiguos vademécums. Lo minucioso es motivo de ese libro, lo milimétrico y lo maravilloso del descubrimiento de localidades en países que uno ni tenia noción que existían. ¿Cómo va uno a entender cómo se llama un rio que es afluente del Amazonas? Cómo va uno a comprender cuales son los nombres de todas las localidades de las infinitas planicies chinas? No es una broma.
Nos llega a la memoria un libro de Orham Pamuk, premio nobel del 2006, que describió como nadie a Estambul, en notas de la caligrafía y la pintura. Pienso que hay libros que son casi perfectos. En el caso de la amada India, uno se queda con lo claro: el secreto divino del kundalini shakti de que Liz nos habla, esa Liz extraordinaria que esta mas allá de Nueva York y de la revista Time. Piensa uno en un yogui iluminado, y en las inmanentes necesidades de decirlo: Gandhi quería un Yogui. En la India, lo sabemos, casi todos tienen un gurú. Retorna a la memoria Borges, que tuvo claro que el Ganges daba la interpretación casuística para comprender un universo que se extrema en variantes infinitas de la fe. Nos queda claro que lo vieron antes que nadie los griegos: desde las infinitas pulsiones de Zenón de Elea –la flecha no se mueve– a los pasos agigantados de Parménides, uno se queda con la impresión de que ha llegado a un borde promisorio: el oráculo de Delfos, eso que nos permite predecir el futuro: elecciones, eventos y acontecimientos políticos de nuestros países. Sería terrible y muy rentable por aquello que decía Balaguer en su libro citando a Juan Antonio Alix: el dominicano no apuesta sino al gallo que va a ganar y hasta el último momento no toma la decisión. Como Adán en el paraíso, algunos encuestadores quieren nombrar ganadores desde ahora. Por eso, en ciertas condiciones, las encuestas electorales pueden resultar sumamente peligrosas. Podríamos hablar de acondicionamiento del inconsciente colectivo y “estrategia de encarrilamiento” de la opinión pública y las tendencias de amplios grupos poblacionales. Hoy se acondicionan los temas en las redes sociales. Algunas noticias –falsas o verdaderas– se convierten en trending topic. Para un candidato esto es esencial, y si lo logra las 24 horas del día, pues mejorará en las tendencias electorales. No todos los estrategas nuestros lo saben a juzgar por la falta de tablazos comunicacionales.