Ningún jóven nacido en los sesenta en esta provincia suroestana, ha sido tan travieso como Darío Reyes y Bristo Mella (Avispa Corpito). O, al menos, no ha hecho travesuras tan extravagantes. Él, hijo de un “alcoredo” asalariado y con tierras; el otro, de un diestro carpintero. Los dos, amigos, alérgicos a la escuela, hijos de madres que trabajaban en sus casas día y noche.

Darío, sobre todo, no tenía parangón. Era un eterno rebelde. Peleaba como una fiera;  pica-pleito natural, y nos “batía” a todos cada vez que le venía en ganas. Hasta el día en que el primo Calumbá, cansado de provocaciones, bajó del cogollo de la gigante mata de almendras de Macho Bao, y lo arrinconó con una lluvia de trompadas. En realidad, el avispado era él; el otro, subalterno sin derecho a protestar.

Pero, sobre todo, soñaba con llegar al cielo. Le sobraban ganas de ser científico. Lo normal le atormentaba. Cada día salía con un “invento”, aunque no amaba la escuela, ni era lector de nada, ni veía documentales que le influyeran. La señal de televisión abierta apenas llegaba al pueblo, vía el canal estatal estatal; solo se captaba como puntitos dispersos, difíciles de descifrar. En aquellos tiempos los tigueritos se arremoliban donde Ariel Moreta o donde Quique Fernández para husmear por las persianas los juegos de Licey y Escogido, los eternos rivales.

Lo recuerdo solitario en su habitación, en la cómoda casa de su madre Francia y su padre Reyes Recio, en la Sánchez con Duarte. Era su mundo, tan suyo que odiaba que alguien lo frecuentara, y hasta obró para separarlo del sistema eléctrico. Alambró y alambró, conectó cables por doquier, y lo logró, aunque al caro precio de corrientazos y quemadera de equipos. Solo las súbitas nubes de humo delataban sus peripecias cuando se internaba en su “laboratorio”.

AVISPA CHAMUSCADO

Un tipo decidido. Lo que se proponía, trataba de alcanzarlo a fuerza de repeticiones y cambios de estrategias.

Un día amaneció con la idea de montar un cine en el patio de la casa. Durante una semana trató de fabricar un proyector semejante a los muy modernos, de 35 milímetros, instalados en el Cine Pedernales. Insistió hasta que salió de su guarida con una caja de madera con dos boquetes, uno en la parte anterior y otra en la posterior. “Ahora sí”, espetó. Pero le faltaba el celuloide. “Yo consigo esa película”, aseguró.

Al día siguiente, esperó que terminara el film y que el público se marchara, cerca de las diez de la noche. Entonces, como el hombre araña, trepó por las paredes hasta llegar al segundo piso donde operaba la cabina de transmisión, y se apropió de algunos pedazos. “Ya los tengo, ahora sí”, masculló.

Celebró cuando, al colocar la cinta, con un foco, a través de un aumento, logró proyectar la imagen sobre la pared de su habitación.

Darío tenía ínfulas de malabarista. Intrépido, acometía toda acción riesgosa que otros jóvenes no se atrevían. Y Avispa tenía que obedecer órdenes salvo que quisiera ganarse un garrotazo. “Era loco, había que hacer lo que él dijera, si no…”

Los vecinos no olvidarán jamás cuando, montado sobre un velocípedo, empujado por Avispa, corría a toda velocidad por la orilla del techo de la vivienda, con una de las ruedas al viento. Luego, Avispa se montaba, Darío lo empujaba. Cinco vueltas cada uno. Los vecinos, desde abajo, desorbitaban los ojos, los cerraban; abrían sus bocas, se las tapaban… No podían creer. Gritaban: ¡Oh, baja, Daríooo! ¡Oh, Dios mío! Y él, indiferente, seguía hasta que, motu proprio, bajaba escurridizo por las ramas del árbol de  almendras contiguo.

Tampoco olvidarán el día en que convidó a su cómplice incondicional, para probar una de sus extravagancias.

Agarró los paraguas grandes de su tía Bárbara y su madre Francia, y se subió al techo junto a su amigo. Ya arriba, le entregó uno a él. Y le ordenó a que se lanzaran al vacío con las sombrillas. Y allá iban ellos, los paracaidistas. Suerte que la enramada de uva parra les sirvió de colchón. Sus “paracaídas” quedaron inservibles.

Otro día, se le ocurrió celebrar la Navidad de manera diferente. Los sonidos leves de los “revolvitos de mito” y los torpedos que vendían en los colmados, en especial donde Papito, no le satisfacían. Así que invitó a su amigo incondicional a ser parte de tal experimento.

Se lo llevó a la vivienda del abuelo materno, Macho Bao, en la Sánchez con Juan López. Era un viejo recio, fuerte, tacaño extremo, un tanto ermitaño como el nieto. Le había abierto una puerta trasera a una de las habitaciones de la vivienda para aislarse de los demás. Y allí tenía todo. Hasta su sillita de guano que sacaba al patio “a buscar un fresquito en invierno”.

Como agricultor, ganadero y cazador, Macho Bao tenía en aquel sitio dos escopetas, cartuchos, pólvora y municiones. Nadie entraba a esa habitación, so pena de enfrentarse con él.

Pero Darío entró a hurtadillas y le “robó” una porción de pólvora. Y huyó con su amigo hacia su “laboratorio”. Allí elaboró un fuego de artificio “más potente”: unos “paquetitos” que, al prenderlos, estallaban y lanzaban destellos.

Por mandato del “científico”, Avispa colocó uno en medio de la calle Mella, entre la Sánchez y la Libertad. Pero justo cuando lo había prendido, pasaba su tío Leonel conduciendo “su una camioneta nuevecita”. Entonces, se devolvió corriendo para retirarlo y “evitar que se quemara el vehículo”. Justo en ese momento, estalló el artefacto. Avispa no supo de su existencia hasta el otro día, en que despertó con la cara chamuscada. Y Darío desternillado de la risa.

EL JEEP MONSTRUO

Él gozaba con hacer maldad. Un día le daba por elaborar un “peo químico” para rociarlo en sitios públicos atestados de personas y provocar una estampida por el olor fétido irresistible. Otro día, se le ocurría cortar un pedazo de palo y embarrarlo de materia fecal, para ir al parque central y simular una discusión con un amigo.

Así, le pedía a cualquier curioso que se acercara: “Agárrame eso ahí, coño. Voy a matá a trompadas a éste”. Y ahí estaba el truco. Al tomar el palo embarrado, el mismo Darío lo halaba de inmediato. La persona se quedaba con las heces en la mano, mientras él y sus subalternos huían a toda velocidad. Corría como un bólido.

En un pueblo que creía más que hoy en brujerías y bacaces, como el Pedernales de aquellos días, Darío tenía también tierra fértil con sus inventos diarios.

En el patio de la vivienda de Nonó, su vecino, había un árbol de guásima que daba justo a la acera de la Duarte. Se “gavió”  “hasta el cojollito” (lo más alto) con una media rellena de guata, tirada por un hilo fino. A todo el que pasaba por el lugar, él se lo dejaba caer sobre la cabeza. Las personas corrían desesperadas por aquel “demonio”.

Cerca de las diez, doña Paula bajaba presurosa hacia su casa, a unos cincuenta metros de allí. Había participado en uno de los acostumbrados cultos en la única iglesia evangélica del municipio, y llevaba su biblia en mano. Al pasar, él repitió su bellaquería.

Paula se espantó y, fiel creyente en Dios, se arrodilló ahí mismo. Casi petrificada, apretó su biblia sobre el pecho y comenzó a rezar sin cesar. Cuando se pudo levantar, caminó rauda, aun rezando. “Jesú, manífica, Padre concebido…” Y Darío, “muerto de la risa”.

Tras Paula, venía otra “víctima: un hombre. Darío esperaba ansioso. Justo cuando pasaba, el objeto cayó sobre cabeza. El hombre saltó como un caballo sin domar, y se llevó la mano a la cintura. Le susurré a Darío, “correee que e Solano, el teniente”. Darío se tiró desde lo alto. Y, ¡a correr se ha dicho”. Con pistola en mano, el policía nos perseguió hasta por los potreros cercanos. Nunca imaginó que nos había pasado cerca. Nuestro escondite estaba muy cerca de ahí, en la habitación de la casa de Charli, el papá de Cacai, en la Mella. Esa fue la última vez que lo hicimos.

En realidad, la travesura acostumbrada no incluía el árbol. Los jóvenes la hacían como juego, escondiendo el objeto en un lado de la calle, mientras se colocaban en el opuesto para halar cuando cuando cruzara el incauto.

Darío y Avispa andan ahí, en Pedernales, ya mansos, cargando su cruz. El primero, mecánico; el segundo,  un diestro soldador. A los dos, la vida no les ha tratado bien en lo económico y lo existencial, pero son buenas personas.

Entre las desgracias, Darío perdió un hijo adolescente que corría a toda velocidad en una motocicleta. Avispa viajó a España a buscar un tesoro que nunca halló, y se quedó sin familia. Ahora se dedica a fabricar naves como la que alberga el mercado binacional, en la frontera, y los trailers de los minibuses que viajan a Barahona y Santo Domingo.

Casi imposible que usted vaya a Pedernales y regrese sin verle. Se hace sentir conduciendo un Wrangler viejo que semeja un tractor porque él lo ha modificado con ruedas gigantes y un panel de luces led que ciegan a cualquiera. Le excita exhibirlo y contar las historias de remolque que acumula. “No importa lo enchivao que te. Yo lo saco", ha comentado con orgullo.

Darío no. Siempre ha sido taciturno. Y ahora más que ha pasado todas las malas con su familia.

Esos pedernalenses sobreviven de chiripa en chiripa porque la situación allá es calamitosa.