“Se puede engañar a parte del pueblo parte del tiempo, pero

no se puede engañar a todo el pueblo todo el tiempo”

Abraham Lincoln

La transparencia es un principio cardinal que está llamada a guiar la actividad política y administrativa de todo país. La transparencia debe primar sin lugar a dudas y sin tergiversación, sin oscuridad. Esta se basa en principios éticos y morales, pero necesita sostenerse de otros conceptos más palpables como son la rendición de cuentas, y el derecho al libre acceso a la información.

De igual manera, un gobierno que se ejerce en democracia mantiene a la ciudadanía comunicada acerca de su accionar, pues la clase gobernante debe tener en cuenta día a día, que las instituciones que dirigen no son su herencia personal, sino que es patrimonio que pertenece por igual a cada uno de su conciudadanos, desde el mas mísero hasta el más potentado.

En democracia, la política no se trata sólo de ejercer el poder, sino que necesita ganarse la credibilidad del pueblo, pues, pasado un proceso electoral, ya no se trata de aquella aritmética que indica ganadores y perdedores; la legitimidad no es sólo cuestión de números, es asunto de ganarse la confianza de los gobernados como resultado de una gestión pulcra y transparente.

Lo contrario a transparente es lo opaco o turbio, y traducido al tema que tratamos, esto último no es compatible con la democracia en la que todo debe estar a la luz, abierta al escrutinio público, sin poderes invisibles, que son aquellos que medran en las altas esferas del poder y de la sociedad, incidiendo de manera decisiva sobre la cosa pública.

Decía Norberto Bobbio, en su obra Democracia y Secreto, que: “El poder invisible es una enfermedad mortal y moral de nuestra democracia”. El jurista, filósofo y politólogo italiano lo definía como “El gobierno que actúa en las sombras o por debajo del gobierno visible”. De manera que se puede establecer cierta correspondencia entre los gobiernos autocráticos y la falta de transparencia, lo que se hace frecuente en aquellos Estados en que el Gobierno cuenta con una excesiva concentración de poder.

Un gobierno no debe resolver sus crisis con medidas sospechosas, creando escándalos y propagarlos por los medios, para tapar otros. De esa manera, van perdiendo su prestigio los políticos en el poder, porque entienden que lo referente a la transparencia política y administrativa es sólo un discurso de moda con el que pueden mantener su doble moral.

Aquí viene a cuento la teoría de Platón en la que se refería a la teatrocracia que podemos trasladar a nuestro tiempo visualizándolo en el discurso populista de los políticos actuales, que lo imponen a los argumentos que exigen moral política y administrativa.

El pensador coreano Byung-Chul Han, recoge la teoría de la teatrocracia de Platón y la define como: “la búsqueda obsesiva de audiencias emotivas por parte de la política (o de su sucedáneo, la tertulia, vivero actual de políticos), el abuso del medio televisivo y la ruidosa batalla diaria en las redes sociales”. Agrega Han, que este exceso ha llevado a la política en una única dirección: sólo a complacer las emociones.

En la actualidad, los políticos, del Gobierno o de la oposición, ponen de manifiesto, su constante apuro de protagonizar los eventos televisivos y de las redes sociales, mediante un discurso que en vez de llevar propuestas y razonamientos que vayan en procura de una mejor gestión pública, aprovechan tales escenarios con prédicas populistas.

Es un deber democrático, la exigencia de pulcritud por parte de los ciudadanos, mediante el cual el pueblo demande la rectificación de los desaciertos, el cambio de dirección en el manejo de la cosa pública y el rescate de la dignidad de la política, lo que le convierte en actores importantes para el fortalecimiento de la democracia, donde el gobierno actúe bajo la luz, en procura de enrumbar al país hacia una mejor calidad de vida para todos, de manera que redunde en un verdadero desarrollo.