Tenemos una sociedad que cambia, aunque con poca transformación. El cambio se produce a veces hasta por generación espontanea, por efecto natural. Mas la transformación es un acto consciente, una acción deliberada de parte del sujeto social. El cambio, puede ser un mero gatopardismo; la transformación toca lo estructural, la base esencial que nos hace avanzar al ritmo de la historia; el cambio, empero, nos puede mantener en la eterna agonía de la exclusión y la marginalidad.
Mas allá de la bondad, el carácter y/o la inteligencia, características inmutables para alcanzar el sitial del juicio de la historia, lo que conduce a esa diferenciación individualizada son los desafíos del contexto, de la coyuntura, de la visión que asuma el ser humano, que expresa con su acción , decisión, un nuevo alcance, un nuevo hito, una nueva escalera, que pone a caminar a los demás en el fragor de una mejor existencia.
En ese tránsito, de asunción de la transformación, de las organizaciones y de la sociedad, Max Weber, bosquejo una teoría acerca de las diversas formas en que se legitima el poder: La legitimidad tradicional (autoridad tradicional, que deriva como consecuencia del apego a las costumbres, a las tradiciones más arraigadas social y culturalmente). La legitimidad carismática (que se expresa en las cualidades sobresalientes de una persona determinada). La legitimidad racional (la base de sustentación es el reconocimiento a la legalidad y donde el imperio de la ley prevalece, como zapata de un verdadero Estado de Derecho.
¿Qué ocurre en la sociedad dominicana donde la iconografía del “liderazgo”, predomina sobre el liderazgo mismo y las habilidades del poder constituyen un mero pozo séptico sin creatividad? Los dirigentes políticos que han estado en la cima del poder mueven su praxis política al candor de una sociedad tradicional, sin los encantos de los valores que le servían de soporte. Guían sus acciones bajo el espectro de la configuración de un liderazgo carismático, sin el baluarte de la inteligencia, de la bondad y/o el carácter. Apenas, glosan en su epicentro una de estas cualidades. El resultado es una desfiguración del poder, en una sociedad imaginaria, que nos hace daño.
A fuerza de publicidad, de la exacerbación de la visibilidad mediática, construyen una imagen de liderazgo que postula más atributos en el Administrador del Estado que no existe. El poder se dibuja y cristaliza en gran medida en la columna de la “ sobrevaloración de un carisma” con ataduras reales. Es así, que buscamos facultades que no existen y en esa dinámica del vacío, desconocen la legitimidad racional, que acoge las capacidades que un dirigente pueda tener, empero, las trasciende. Es el cuerpo de los ordenamientos estatuidos que permea el anclaje institucional que prevalece por encima del hombre o la mujer que gobierna. Él o ella se encuentra subordinado a ese necesario Capital Institucional.
En una sociedad donde impera el Capital Institucional, las manifestaciones del autoritarismo, afloran, sin embargo, quedan truncadas; no se desarrollan ni vierten en el tejido social la cantera de la hegemonía merced a la cartelización de la política vía el clientelismo visceral. De ahí que el capital institucional, que condensa: La efectividad gubernamental, La calidad Re
regulatoria del Estado, el imperio de La ley y el control de la corrupción, se haya diezmado con más fuerza en los últimos 5 años. Mientras más ausencias de cualidades tiene el Primer Funcionario del Estado, más se afinca, se instala, en la cosificación y alienación de sí mismo y de la organización o sociedad que dirige. Nos encontramos en presencia de una patología del poder, donde no existe un encuentro entre el poder legal, el poder de experto, el poder de referencia y el costo del poder de recompensa es descomunal.
Para producir transformación, los que dirigen tienen que tener el sutil y correcto manejo de la influencia y la autoridad (Poder de Experto y de Referencia). En una sociedad del conocimiento y de la información, el alcance, los limites y el tiempo del poder, quedan relativizados, porque todo fluye, emerge y se homologa en la horizontalidad de la ciudadanía.
El poder se construye sobre un arco, que encuentra: Autoridad y la influencia; y, estas se anidan en el espacio de la política. Los actores políticos nuestro se han movido en estos años en la bola de nieve del poder. Un poder que ha expresado cambios, sin transformación; cambios estructurales, es transformación. Tenemos cambios, no estructurales. No descansa en los nudos gordianos de la sociedad; muy al contrario, creando una asimetría, unos artilugios asincrónicos. Lo que produce es el arquetipo de una sociedad pobre, arrugada en sus sempiternas necesidades fisiológicas. La degradación del poder, por la ausencia de su legitimidad, de su ejercicio fiel, cristalizado en el bienestar colectivo; en el déficit de confianza, que se bosqueja en el pilar institucional, eclosiona un escenario entrampado en la tensión social.
Las habilidades del poder, no pueden seguir vislumbrándose con los libretos de la legitimidad tradicional y carismática, ora porque no existen y/o porque las expectativas sociales, acumuladas y acogotadas en el tiempo, despiertan y se hacen ecos. Las habilidades del poder, aquí y ahora, exigen como telón de entrada, una puerta enarbolada sobre el imperio de la ley , la rendición de cuentas, la ausencia de impunidad y el castigo a las conductas delictivas.
Los ciudadanos levantan las pancartas bajo el apoyo de la Constitución, que en su Artículo 75, numeral 12, establece: “Velar por el fortalecimiento y calidad de la democracia, el respeto al patrimonio público y el ejercicio transparente de La Función Pública”. El poder por el poder mismo, ha acelerado un conjunto de patologías en el Estado Dominicano, que se recrudecen en un cuerpo de taxonomía. Entre ellas encontramos: Osteoporosis, Esquizofrenia, Alzheimer, Artrosis, Miopía, Sordera, Otitis, Obesidad, Leucemia, Gigantismo, Ceguera, Daltonismo, Indigestión, Esterilidad, Paranoia, Paraplejia. Así como un cuerpo sin alma entra al campo de la pudrición; un Estado, sin visión asumida y sin compromiso societal, es como el agua de borrajas vertida en el contén.
Las transformaciones y cambios , exigen nuevas habilidades del poder, que no es otro que la revolución de la mentalidad, que como dice Moisés Naim, es el “ que refleja los grandes cambios de modos de pensar, expectativas y aspiraciones”. Ola de esperanzas no solo requiere temple, visión y liderazgo, sino sueños renovados, que no encentren mute en el miedo del pasado, ni en el presente cojeando.