Hay muchas cosas que son simplemente perfectas. El agua, que incolora, inodora e insípida consigue ser la bebida más deliciosa que hay sobre la faz de la tierra. La esplendidez sobrecogedora de un cielo estrellado en alta mar.
La envolvente y rumorosa atmósfera, mágica y bohemia, de la casa de Emilio y Awilda en una montaña de Puerto Rico, con sus coquíes (poco más grandes que una uña) que llegan cantando al caer la tarde a saludar a los visitantes, cuando Awilda los convoca, tocando sus panderetas.
Los parques y las viejas casas embrujadas de Savannah, Georgia, la única ciudad realmente bella (y una de las más peligrosas) que he visitado hasta ahora en Estados Unidos.
La mecedora, un mueble que desborda todo parámetro del concepto del lujo. La hamaca, que Adán y Eva sustrajeron del Paraíso cuando se hicieron expulsar de allí, alarmados por el voyerismo de Dios.
El aguacate y las arepitas de yuca que transforman toda comida mediocre en una experiencia gourmet. Algunos suculentos quesos franceses, italianos, españoles y gringos. Las olivas italianas y griegas, el maíz asado, el jamón ibérico, las tartas de manzanas y nueces. Los chicharrones y el puerco asado, con moro de habichuelas negras y ensalada de papas. El cazabe de Monción, tostado con toques de aceite de oliva. Unos dulces de leche y coco tierno que Negro Veras consigue en Jarabacoa, pero se niega a decir exactamente dónde. El licor de cacao Tía María, que en Santiago no aparece en ningún sitio, ni vivo ni muerto.
En los días de frío, cuando no está Mami cerca para que arme esa Batalla de Las Termópilas que para mí es hacer un sancocho, una ración de sopa Campbell –la minestrone es mi favorita- con algunas ristras de queso romano por encima, un pedazo de aguacate y un croissant chiquito, de los de Sara Lee, que resultan excepcionalmente satisfactorios, para quien no quiere cocinar.
Una grandiosa novela contemporánea: "El Fantasma de Harlot", de Norman Mailer, que estoy leyendo a sorbitos porque no quiero que se acabe.
El vino, la única criatura del universo que no miente jamás. Las rosas, las orquídeas, los sauces. El remoto y exquisito sabor como a escoba de un hombre que se ha dejado crecer las barbas por seis días y que no hace el amor con la desoladora laxitud de un intelectual, sino con el galopante entusiasmo de un obrero de la construcción.
Una cama vestida con frescas y suaves sábanas blancas de algodón egipcio, con olor a lavanda. La estoica indiferencia con que los gusanos, ratas, cerdos, hienas y buitres toleran que los comparen con determinados políticos.
La sonrisa de un bebé. La gracia de todos los cachorros de animales, desde los burritos hasta los ballenatos. La magnificencia de una pantera o de una mariposa. El olor del pan horneándose. El discurso estético de una hoja de plátanos. La airosidad de las columnas, excepción hecha de las columnas aplastadas en la atroz arquitectura de Diandino, que son las más horrorosas del mundo. Parecen inspiradas en las líneas estilísticas de los tanques de la basura. Pero dejemos eso. No nos arruinemos el día.
El mango. Los nísperos. El concón. Los cocos. La textura de la seda, el color del lapislázuli. La poesía de Neruda. Las cosquillas de un bigote extraviado entre los vericuetos de un abismo demandante y acogedor. Los colores del otoño. Las hojas que arrastra el viento. El sol que se filtra entre los árboles en primavera. La nieve. Los petirrojos. El café. Las bienvenidas que dan los perros. La autoestima de los gatos. La dignidad de los caballos.
Andrea Bocelli diciendo: "Te extraño cuando la aurora comienza a dar colores"; Buika cantando: "…no partas ahora soñando el regreso/ que el amor es simple y a las simples cosas las devora el tiempo" o Joan Manuel, con la tristísima "Balada de Otoño": "Llueve/ detrás de los cristales llueve y llueve/ sobre los chopos medio deshojados/ sobre los pardos tejados/ sobre los campos, llueve".
Hay palabras tan perfectas como el agua, los caracoles y los tulipanes. Algunas son profundas, mullidas y tiernas como "mamá"; otras son alegres y musicales como "coco", o van pintadas en profusión de colores como "champola".
Hay palabras impecables en su áspera grosería como "puerta" o lujuriosas, como "zapato"; minerales, como "vida" u orgánicas, dulces y brillosas, como "puta".
En ese renglón de las palabras perfectas los dominicanos y dominicanas hemos hecho numerosos aportes que no han sido adecuadamente celebrados. Creo que el más brillante es el dominicanismo "toto", una construcción acolchada, suave y tibia, pero con carácter, exactamente igual al sujeto bautizado con ese nombre.
No es extraño que los cubanos nos disputen la creación del término, asegurando que se trata de un cubanismo. La palabra tiene un sonido de tambores. Quizás escapó de un bembé, de esos en que se recrea el movimiento de las olas marinas para convocar a Yemayá.
Recuerdo que Juan José Ayuso me explicó una vez que la palabra "Toto" tendría su origen en una lengua africana en la que significa "niño", con lo que el término pudo haber sido una especie de subterfugio cariñoso para nombrar al mencionado.
De todas formas y sea quien sea el responsable del invento, se trata de una palabra suculenta, que a pesar de lo dulce, nunca ha dejado de ser sediciosa. Es el más universal de todos los grafitis dominicanos y estoy segura de que en el país se comenzó a escribir "toto" en las paredes, (especialmente en las de los baños de sitios públicos) antes que "Balaguer asesino" en las calles de las ciudades.
Creo que una cosa llevó a la otra, así es que tal vez sea conveniente sacar otra vez de los closets la palabra "toto", a ver si la gente se sacude el amemaniento político que la afecta.
*Este artículo fue publicado en el periódico El Nacional, con otro título, algún domingo supongo que del 2007 ó 2008. Lo reescribí hace poco, con algunas modificaciones, para Acento.