La verdad política, cualesquiera que sean sus formas, no es más que el orden y la libertad"- René de Chateaubriand.
Desde principios de este año que en estos momentos seguimos despidiendo, hemos estado sufriendo la obligación de cumplir una serie de medidas llamadas a protegernos de la covid-19.
Se trata de recomendaciones e imposiciones de ley. Entre estas últimas destaca el famoso y con frecuencia burlado toque de queda. Uno de los elementos más sobresalientes del régimen de excepción. El actual gobierno lleva ya 6 toques de queda de los 16 decretados hasta el momento.
Hoy se distingue por su sorpresiva severidad en un final de año. Dictamina que los fines de semana el encierro comience a partir del mediodía, eliminando al mismo tiempo el llamado período de gracia para la libre movilidad de personas y medios de transporte.
La realidad es que, al parecer, el toque de queda tiene más efectos económicos nocivos que bondades en el plano de la salud. Por lo demás, según muchos expertos, su impacto en la cadena de transmisión del virus es dudoso.
Cerrar negocios de alto riesgo (hotelería, bares, restaurantes, gimnasios), por ejemplo, tiene mayor fuerza en la contención del virus que quedarse en casa. Lo mismo que observar las reglas de higiene, el uso de mascarillas y el distanciamiento social. Ni hablar de las pruebas en grandes cantidades que permiten aislar tempranamente a los enfermos y localizar contactos para actuar sobre la cadena de transmisión.
Definitivamente, la curva de contagios puede ser inclinada sustantivamente prescindiendo de la orden de recluirse en casa. No obstante, mirando desde los litorales de la ciencia, es complejo aislar el efecto de cada restricción. Son muchas medidas aplicadas simultáneamente con variables difícil de controlar.
Con todo, para algunos científicos, el toque de queda suma poca efectividad. El fundamento para justificarlo como medida extremadamente restrictiva de las libertades, comienza a ponerse en dudas, aun en este segundo fiero ataque del virus en Europa con todas y sus potencialmente peligrosas mutaciones incluidas.
El toque de queda en República Dominicana es un hecho relativo. Las periferias de las grandes ciudades nunca lo han cumplido y desafían abierta y a veces violentamente, como en otros frentes, a la llamada autoridad legítima. A pesar de ello nuestros funcionarios siguen convencidos que están en Suiza o en Alemania. Olvidan el caos social, por no decir la anarquía, que enfrentamos por razones conocidas.
La dureza de las disposiciones actuales suele justificarse como una alternativa al confinamiento total, impensable en una economía como la dominicana cuya informalidad total supera con creces el 50 % de la población ocupada en el país: es decir, en plena adolescencia del siglo XXI, entre 5 y 6 de cada 10 personas laboran en condiciones informales. Mal haría usted en encerrar a 6 de cada 10 personas de la población ocupada atrapada en esa realidad. También mandar muy tempranamente a los trabajadores y ejecutivos del sector formal de la economía a sus casas. Este es el que tributa y explica la concreción práctica de políticas.
El sector informal describe un mundo particular, plagado de estrecheces, ingeniosas estrategias de sobrevivencia, permanencia de carácter impredecible, ingresos volátiles, estrecheces materiales y niveles lastimosos de instrucción general.
El mundo productivo dominicano debe verse en el espejo de su creciente sector informal con el que no podría competir en los mercados globales de nuestros tiempos. Un mundo que no puede dejar de conseguir algo todos los días del año, sin parar, sin descanso y siempre azotado por las ansiedades y las recurrentes incertidumbres.
El gobierno sería incapaz de cargar por mucho tiempo con los informales y el otro contingente de pobres y muy pobres si sigue insistiendo en el confinamiento. La economía se quebraría, la ingobernabilidad y la rebelión social, bajo diversas manifestaciones, estarían al doblar de la esquina. No tiene fuerzas policiales para contener el dique, además de que ellas adolecen de serias carencias formativas y morales y, en sus estamentos inferiores, también materiales.
La contención de la covid-19 es, ante todo, un deber ciudadano, no de restricción de libertades, si bien reconocemos que nadie parece saber en este país cuáles son sus obligaciones, ni siquiera cuando se trata de la propia salud y preservación de la vida.
El Gabinete de Salud es uno de lujo que no tiene camas ni personal médico suficientes. Quiere evitar el colapso del endeble sistema sanitario mediante el encerramiento de las personas y la total quiebra de la economía, ya en serios aprietos.
En vez de alarmar con un supuesto rebrote, debería hacer más énfasis en las pruebas masivas, el distanciamiento social, el uso de mascarillas y las reglas de higiene. Ahí está la efectividad, no en la restricción del derecho de transitar y trabajar cumpliendo protocolos.
Por tanto, cómo contener el virus sin dejar de producir y vender mercaderías, es el gran reto.
Para enfrentarlo deberíamos nacer de nuevo con otro sistema educativo y otra clase política, pero parece que ya no tenemos mucho tiempo. La triste realidad es que los que estamos conscientes de la peligrosidad del momento y adoptamos medidas preventivas en todo momento, estamos pagando los platos rotos de las grandes mayorías cuyo mayor mérito en los últimos cuarenta años es haber aprendido a violar descaradamente todo lo que huela a un orden razonable.