El día en que Toñito el Gordo murió de un fulminante infarto al miocardio, la juventud de Pedernales entró en pánico.

Con 300 libras de peso, él llevaba una vida muy activa. Dondequiera estaba. Buen bailador, mejor tomador y comelón como ningún otro; siempre se consideraba el foco de atención. Y, aunque gozaba con molestar a los jóvenes vecinos que no ostentaban su fuerza y no había entretenimiento que no les desbaratara, le querían. No podían aceptar su muerte.

Eran tiempos de juegos como: “El jarro”, “Guataco”, “Pégame”, “La botella”, “El pañuelo”, “Canicas” (Bolas), “Siguelententén”… y  béisbol. Los chuflái y el gofio no faltaban en el colmado de Papito, en la casona de la Sánchez con Mella.   

Leonardo (Ao), José Molina (Borola), Piro, Miguel el Pato, Ernesto Bello y otros, daban canillas por el pueblo entero en busca de fundas de cemento vacías para sacarle el hilo con el que la fábrica Cemento Colón las cosía.

Tenían que acumular muchos trozos de hilo fino para luego envolverlos en un “polen” (bola pequeña) hasta darle forma de una pelota de béisbol y forrarla con “teipi”. Y hacían los bates con palos de árboles cortados en los patios que entonces estaban lejos de ser desiertos como ahora. Una labor “ciclópea”. Pero más podía la voluntad de jugar. Y lo lograban.

No habían comenzado bien, en plena calle Juan López (la más ancha del país), cuando llegaba Toñito de sus juntas con amigos de su edad. Se aprovechaba de su fuerza, arrebataba el bate y obligaba a que le lanzaran. De maldad, hacia swing y sacaba la pierna derecha para batear hacia los patios ajenos donde era casi imposible recuperar la pelota porque los viejos originarios no querían saber de canes ni ruidos de muchachos en su entorno. Igual boicoteaba los otros juegos, hasta que sus víctimas decidieron pararlo en seco.

EN EL HOSPITAL

Toñito el Gordo se ufanaba de comer todo, y mucho. No respetaba grasa. Cuando comenzaba a tomar, no le apetecía enamorarse, pues temía al rechazo de las féminas. Compensaba con un periplo por las “frituras” del pueblo para saciar su gula.

Aquella tarde de finales del setenta, El Gordo había salido de su casa en la icónica calle Juan López, donde vivía junto a su madre Kika, su abuelo José Altagracia y su primo Negro el Mudo. Poco después se corrió la voz de que lo habían llevado “malo” al hospital Elio Fiallo. Y que había muerto. Nadie lo creía. Pero realidad es  realidad: un subión de presión le había explotado el corazón. Dejó dos hijos. Nunca creyó en que el sobrepeso, las comelonas diarias y la bebida excesiva serían su desgracia.

Desde ese momento, los jóvenes, amigos o no, en pánico, corrieron al hospital a medirse la presión, mientras un médico cuyo nombre no merece recordarse, les decía a cada uno: ¡Muchacho, te estás muriendo, deja ese clerén! Algunos nunca habían probado un trago, y salieron enfermos de sus manos.

Quedaban atrás, los cuentos del Gordo y sus travesuras. Y el espectáculo que montaba cuando, en el play, como jugador de Los Bravos, conectaba un batazo y quería convertirlo en doble. Caía de pecho en la segunda base, con la lengua afuera.