La pandemia inaugura una nueva cartografía en el cuerpo. El cuerpo (individual y colectivo) adquiere centralidad, y con la necesidad de preservarlo se legitiman los dispositivos que lo invade, distancia, aísla, asexualiza, le cambia los espacios de socialización, así como las ritualidades que le cohesionan familiar, comunitaria y socialmente.
El discurso oficial nos convoca a adaptarnos a la nueva cotidianidad si queremos sobrevivir como especie; mientras, los cuerpos ya distanciados, recelan de los otros porque pueden ser portadores de la muerte. El abrazo que renueva el cariño y potencia la empatía; los besos en las mejillas como declaración de afecto y aceptación; el espaldarazo de aliento; la sensualidad o la complicidad del baile, y hasta la posibilidad de despedirnos de un ser querido, sea en el aeropuerto o en el cementerio, los hemos perdido.
Quedamos ensimismados a regañadientes porque las medidas de confinamiento chocan de frente con nuestra proverbial naturaleza acogedora y zalamera. Ahora los cuerpos son intocables, el sentido del tacto quedó enclavado en la familia nuclear.
A todo esto y más se le ha denominado la nueva cotidianidad o covidianidad, y se nos conmina a adaptarnos para poder sobrevivir como especie. Partiendo del hecho cierto de que el Covid-19 no distingue entre clases, etnias credos, etc., se homogeniza el impacto de la enfermedad a toda la población, pero la realidad es tozuda y se muestra con toda su crudeza en esta crisis sociosanitaria.
Este es el país del subregistro estadístico, empero, llegará el día que les daremos vida a los datos, es decir, ver las personas que contienen los números, invisibles en los cuadros y gráficos. Entonces distinguiremos con claridad que el Covid se ensañó con los cuerpos más vulnerables: los desnutridos; los mal nutridos por un sistema que promueve el consumo de comida chatarra; cuerpos de inmunidad comprometida, especialmente aquellos atrapados en la pobreza y la escasez, con limitado o ningún acceso a eficientes servicios de salud, sin protección social ni la solidaridad de sus pares, que al igual que ellos, estuvieron confinados.
En fin, cuerpos decadentes, envejecidos y expulsados del aparato productivo; cuerpos de mujeres, milenariamente oprimidos, subyugados, que valen menos que una senaduría, sintiendo cómo en este momento se les aniquila su autonomía negándoles el derecho a decidir sobre ellos mismos. Ese día también veremos el desamparo del migrante y la perplejidad de las familias que viven hacinadas ante la imposición del ¡Quédate en casa!
Así las cosas, la nueva cotidianidad es la prolongación de la vieja pero cargada de ribetes autoritarios y mayor control social para disciplinar los cuerpos y normalizar la inequidad.
De acuerdo con las estimaciones de organismos internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario internacional, el sistema capitalista sufre la peor depresión desde los años 30 del siglo pasado. Esos mismos organismos apuestan por la participación estatal incrementando el gasto público para fortalecer el sistema de salud, los programas sociales y medidas crediticias compensatorias para auxiliar a las empresas que ineluctablemente desaparecerán en medio de la pandemia.
El país no escapaba de esa realidad y aunque se preveía un crecimiento por encima de la media en la región, sabemos de su exigua participación en el desarrollo social, y sí en la concentración del capital. De hecho, no es casualidad que sea el sector de las telecomunicaciones el de mayor crecimiento, coincidiendo con la sostenida formación de oligopolios de las corporaciones de ese rubro en el planeta, y cuyo impacto en el mercado de trabajo realmente auguran un futuro incierto para los trabajadores.
En tanto, los sectores de izquierda y progresistas siguen distrayéndose con la telenovela PRM/PLD sin ponerle caso a la situación que le espera a los sectores que dicen representar.