Uno de los grandes errores cometidos por los sectores liberales y progresistas dominicanos es el de haber dejado los temas que preocupan al segmento nacionalista del electorado, que es mayoritario, en manos de las fuerzas más conservadoras del espectro político nacional. De ese modo, se ha asociado a los liberales y progresistas con las causas antinacionales, a pesar de que no han sido precisamente los conservadores sino los primeros quienes en tres ocasiones han enfrentado a las únicas entidades políticas que han puesto en peligro verdadero a la nación dominicana: España (1861-1865) y los Estados Unidos de América (1916-1924 y 1965). Hoy el nacionalismo dominicano es, como lo diseñó la ideología trujillista, esencialmente un nacionalismo que se estructura a partir de la oposición a Haití y a lo haitiano.

Desdeñar el nacionalismo, sin embargo, solo se puede producir ignorando un dato fundamental de la historia dominicana: el carácter sui generis de nuestro proceso de independencia en comparación con el resto de nuestras hermanas republicas iberoamericanas. Luego de proclamada la “independencia efímera” por José Núñez de Cáceres (1821), somos invadidos por los haitianos (1822), siendo la única colonia española en América que no se independiza de España, como el resto de las repúblicas iberoamericanas, sino de Haití, nuestro vecino. Apenas a una década de nuestra independencia somos anexionados a España (1861) por el general Pedro Santana y obtenemos nuestra independencia de nuevo tras una Guerra de Restauración (1865), a la que siguen gobiernos que repetidamente tratarían de ceder nuestra soberanía a naciones extranjeras como Francia y Estados Unidos. En 1916 somos invadidos por los norteamericanos, quienes no abandonan la isla hasta 1924 para regresar en el mes de abril de 1965. Lo anterior explica por qué la historia político-constitucional dominicana está atravesada por la idea de soberanía, por la idea de independencia, como bien ha explicado Pérez Memén.  Por eso, para Duarte, la independencia es “la fuente y garantía de las libertades patrias, la Ley Suprema del pueblo dominicano es y será siempre su existencia política como nación libre e independiente de toda dominación, protectorado, intervención e influencia extranjera”. Por ello, todavía hoy nuestra Constitución establece que “la soberanía de la Nación dominicana, Estado libre e independiente de todo poder extranjero, es inviolable” (artículo 3).

Es por esta importancia de lo nacional en la construcción de la democracia y del Estado de Derecho en la República Dominicana que siempre hemos insistido en la necesidad de luchar por un nacionalismo liberal, un nacionalismo que tome en serio no solo la nación sino también los derechos fundamentales de los ciudadanos y de los habitantes del territorio nacional. Asumir plenamente las exigencias nacionales obliga a concebir el patriotismo desde, por y para la Constitución, pues “no hay  patria alguna en el despotismo” (La Bruyére). El amor a la patria es solo y puede ser amor a la Constitución republicana. El patriotismo es, en consecuencia, “patriotismo constitucional”, es decir, “amor a las leyes y a la patria”, pues “el amor de la república, en una democracia, es el de la democracia, el amor de la democracia es el de la igualdad” (Montesquieu).

Cometerían otro grave error las fuerzas liberales y progresistas del país si, ahora que el diputado Vinicio Castillo Semán ha propuesto la construcción de un muro en la frontera, se ignora esta iniciativa, cuando la gran mayoría de los dominicanos están preocupados por la porosidad y el descuido de la frontera. Es cierto que estas no son épocas de muros, que no se sabe si la construcción del muro es viable económicamente y que los muros se asocian a la represión (Berlín), la exclusión (México) y a la discriminación (Palestina). Pero no menos cierto es que debemos reconstruir los bornes de la frontera; estimular fiscalmente el desarrollo fronterizo; fortalecer la presencia gubernamental y militar en la frontera, para garantizar así el eficaz control migratorio, sanitario y aduanero; regular el comercio fronterizo; reforestar las montañas de la frontera; e instalar más escuelas y hospitales en dicha zona. De lo que se trata es de crear un gran muro de desarrollo humano y de solida cohesión social y territorial en una región que siempre ha permanecido, para utilizar las palabras del poeta nacional, Don Pedro Mir, “sencillamente triste y oprimida, sinceramente agreste y despoblada”.

Tomemos en serio la frontera y no repitamos el terrible error de Antonio Osorio en 1604, quien, al despoblar y devastar la parte este de la isla, sentó las bases para la cuestión fronteriza dominico-haitiana que todavía nos afecta profundamente. Hoy, al igual que en 1844 y que en 1928, y como bien lo señala el siempre detractado pero nunca bien estudiado Manuel Peña Batlle, “la frontera, considerada no como expresión geográfica, sino como un estado social, es elemento integrante de la nacionalidad y envuelve en si problemas sustanciales de los cuales depende en enorme proporción el porvenir de la República”. Apostemos por el desarrollo de la frontera: apostar por ella es apostar por el Estado Social y Democrático de Derecho, en fin, por un país más democrático, desarrollado, justo y solidario.