Tomás Marrero sj

Conocí al Viejo, como de cariño le decíamos sus hijos espirituales de la Pensión Comunitaria en San Cristóbal (Pencom), cuando estaba en octavo grado. Fue en un campamento a orillas del río, en La Isabela, Puerto Plata; allí nos predicó sobre la necesidad de ser auténticos, soñar como Juan Salvador Gaviota y armar castillos en el aire. Fue y es, porque los grandes no mueren, un jesuita cubano que dio su vida en este país a favor de la causa de los pobres, como otros muchos a quienes no tenemos suficiente tinta para agradecerles realizar su vocación de servicio entre nosotros.

Cada año nos reuníamos el compinche del barrio San Miguel y aquella legión de jóvenes que habíamos cursado estudios en el Politécnico Loyola de San Cristóbal. Todo alrededor de su cumpleaños, sus canciones de siempre, su vida, sus cuentos, sus puñetazos en la mesa, sus rabietas cuando las cosas no se hacían tal y como había dicho o se lo esperaba. El apodo de “Piñazo” le caía de maravillas. Con razón y sin razón para ello, el pleito era seguro y qué se le iba a hacer a no ser escucharlo, no reírse y quererlo más porque sabíamos que sí, en el fondo, algo había que no tomábamos en cuenta. Algún detalle lo pasábamos por alto y su agudo espíritu crítico le obligaba a no dejarlo pasar. “Yo lo que quiero es que sean mejores cristianos, mejores seres humanos”, nos repetía.

Hay vidas que merecen contarse, nos dice Paul Ricoeur de forma sabia. La vida de Tomás Marrero, quien ha fallecido a los 92 años, es una de esas vidas que merecen contarse. Una vida de fe, de servicio, de opción por los pobres, de creatividad, de entrega desinteresada al estilo de los primeros compañeros de Ignacio de Loyola. Marrero no solo hizo opción por los pobres, sino que vivió como pobre, despojado de sí mismo, en absoluta entrega a los demás.

Excelente carpintero y políglota; de letra impecable, orador y fabulador del misterio. No se perdonaba equivocarse; aunque admitía el error con humildad. Líder de jóvenes. La cueva de Mana, me parece, era uno de sus lugares espirituales, su Bethania o ese espacio en el que mejor se encontraba, rodeado de sus compañeros de travesía: sus queridos jóvenes del IPL.

Enseñó que la mejor forma de construir una nueva sociedad es sirviendo en paz y en amor. Admiró a Pedro Arrupe sj, a Hélder Cámara (arzobispo brasileño), a Caamaño y otros tantos creyentes anónimos que encontró en su camino de fe.

De baja estatura, pero de gran ánimo. Poco comedor, a su sensible estómago le favorecía más el ayuno que la excesiva ingesta de alimentos; aunque era capaz de saborearse el mayor pedazo de biscocho en su cumpleaños. La sonrisa amigable le achicaban los ojos. Su nariz aguileña y su pelo blanco, largo siempre, le daban aquella nota juvenil y encantadora en cada reencuentro.

Marrero sj, nuestro querido Viejo, dispuso su vida a la luz de aquella expresión de San Ignacio de Loyola: “La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno”. Descansa en paz, viejo amigo.