El ritual más solemne que tiene un proceso electoral, cuando se genera un cambio de gobierno, es el traspaso de mando: la entrega del presidente saliente al presidente entrante es un evento que marca el fin de un ciclo y el comienzo de otro.

La toma de posesión está cargada de una simbología muy propia de los ritos del poder político, e introduce al nuevo presidente en el universo del poder, con los honores y legitimación hacia las nuevas autoridades, sobre todo cuando se da dentro de tendencias políticas diferentes.

El traspaso de mando es el primer acto oficial, en el cual se reconoce y saluda con regocijo la llegada de un nuevo elegido por la mayoría, para gobernar en nombre de todos.

A nivel del pueblo y de los rituales vinculados al poder, en nuestra sociedad, el 16 de agosto, fecha de efemérides patria desde 1863 – se conmemora el comienzo de la Guerra de la Restauración de la soberanía dominicana, que duró 19 años. Al ser escogida para instalar los gobiernos, esta fecha tomó otro significado, remontando el inicio de la práctica al 1930, con la toma de posesión por Rafael L. Trujillo. Luego, a partir de la cuarta República, el 16 de agosto se confirma como fecha oficial de las tomas de posesión, con los presidentes Guzmán (1978), Jorge Blanco (1982), Balaguer (1986), Fernández (1996), Mejía (2000), Fernández (2004) y Danilo (2012).

En tiempo de democracia, el 16 de agosto se convirtió en un día esperado por el pueblo, y sobre todo por los ganadores de las elecciones, ya que se trata de la primera gran exposición pública, que afirma que se ha llegado finalmente al poder.

La noticia de que Danilo Medina no asistirá a la toma de posesión del nuevo presidente Lic. Luis Abinader, bajo la escusa de medidas sanitarias, nos llevan a pensar en la fuerza de los rituales en la vida de los pueblos. Y como la ausencia del presidente saliente opaca las festividades que se celebran este 16 de agosto de 2020. Un evento histórico, Inédito, que encierra una agresión sin medida, al nuevo presidente.

La ausencia puede estar bien justificada por la pandemia, pero pierde credibilidad cuando se observa la movilidad y participación del presidente saliente, en inauguraciones y actos públicos, sin distancia social alguna.

La prensa dice que el traspaso de mando (imposición de la banda) se hará en una pequeña oficina del congreso; y que después, Medina se irá, no estará presente para el discurso de Abinader, la parte más significativa de este ritual – evitando así enfrentarse a un Congreso formado por nuevas figuras, y para no exponerse a tener que escuchar lo que nunca le han dicho, con la prensa internacional de testigo. Que el presidente saliente no esté allí, encierra una simbología -que va más allá del detalle de mala educación a la cual nos acostumbraron estos muchachos-.

El gran logro de esta acción es aguar la fiesta, dejando claro que la institucionalidad carece de fuerza, que la elegancia ha estado ausente de los rituales y gestos de la política local, estos años, gobernados por individuos que pretendieron que el poder político les daría más que dinero, prestigio social.

El hecho de que Danilo no asista públicamente a entregarle la banda al presidente entrante, mirándolo a los ojos, ante el país y el mundo, es un hecho grave. Algunos lo han calificado de cobarde. Esta ausencia puede tener sus implicaciones en el pueblo, dado el significado de los rituales del poder político en el imaginario colectivo, de una sociedad saqueada por la corrupción. Cabe retener el efecto de dicho acto – por el meta mensaje que trae y trasmite a una ciudadanía exhausta, en la incertidumbre de la pandemia, maltratada por una dirigencia política que les ha menospreciado y reducido a la mendicidad ciudadana. La sociedad necesita aunque sea ver a sus líderes políticos sentados sin arreglar cuentas.

El primero afectado por no estar en la transmisión de mando es Danilo Medina, pues aparece como que aun no digiere el haber perdido el poder, teniendo que “salir del puesto ya”, lo que se explica con su resistencia a entregar integralmente. Al no hacerlo como manda el ritual, indica que no acepta estar desposeído del rol de presidente, negándose a dejarlo, como si fuese esto una monarquía. Hace lo que le dá la gana.

Al no cumplir con todos los pasos del ritual de cierre de ciclo, mentalmente, Medina se creerá seguir en el poder, aunque sea virtualmente, manipulando los hilos del poder político, a distancia – lo cual es posible debido a la descomposición social e institucional. Esto deja en el pueblo que observa, la sensación de un proceso de entrega inconcluso.

El segundo aspecto a analizar es que Medina le opaca a Abinader la alegría, al no estar allí, dando la cara, para escucharlo desde su triunfo, anhelado y esperado por dos generaciones. Pero, sobre todo, le niega al pueblo la posibilidad de ilusionarse, de resarcir el desastre de estos años de vandalismo político, al verle el rostro, las expresiones y reacciones ante las palabras del discurso y halagos hacia el recién investido. Con su ausencia, Danilo impide al ciudadano de a pie exorcizar desde sus pantallas, la frustración, liberándose de uno de los capítulos más oscuros de la administración del Estado. Sería un momento de alegría en medio de la tristeza e incertidumbre de una crisis. Este hubiese sido el único evento casi feliz que vive el país desde que nos llegó la epidemia.

Tenemos que conformarnos con ver este hombre, en el cual se creyó alguna vez, salir por la puerta trasera del Congreso y de la historia, perdido en la soledad del que pierde el poder. Mientras el otro, el ganador, lee su discurso de investidura sin el actor principal al cual iba dirigido parte del mismo.

Con su desplante histórico a Luis Abinader, Danilo Medina le deja dicho algunas cosas, que pueden leerse entre líneas, desconociéndose la lectura que le dará el pueblo al hecho que Danilo no entregara cabalmente.