La reciente reacción de la primera dama de los Estados Unidos, Sra. Trump, ante la política migratoria de “tolerancia cero” para las personas que crucen ilegalmente las fronteras de los Estados Unidos, asombró al mundo.
Afirmar que odia ver a los niños separados de sus familias, enfatizando que los Estados Unidos, sin que dejen de respetar las leyes, deben gobernar con el corazón, es más que un desafío a un marido rotundo, impredecible, repentino y camaleónico. Creemos que estas declaraciones sin precedentes son la más genuina expresión de los sentimientos desbordados de cientos de miles de madres del mundo socialmente sensibles; al mismo tiempo, es la voz de una otrora emigrante indocumentada que, por esos designios misteriosos del destino, terminó siendo la primera dama de los Estados Unidos.
Todo comenzó cuando en abril pasado el señor Jeff Session, procurador general de EE. UU., activara la referida política migratoria que establece la separación de niños de sus padres o tutores legales, esto, mientras son procesados por entrar ilegalmente al país.
Nadie discute que cada país tiene el derecho soberano de hacer prevalecer sus normas migratorias. Sin duda, la fortaleza integral de una nación se mide en gran medida por el control efectivo de sus fronteras. También es cierto, siguiendo a Jürgen Habermas, que “…el estado nacional, como marco para la aplicación de los derechos humanos y la democracia, ha hecho posible una nueva forma –más abstracta– de integración social que va más allá de las fronteras de linajes y dialectos”.
Sin embargo, agregamos nosotros, más allá de los linajes y dialectos, emerge con inusitada fuerza la gravitación del crimen organizado del que con frecuencia son víctimas los propios inmigrantes, lo cual plantea un tema de seguridad global y al mismo tiempo de protección especial de las fronteras; también el espinoso y crucial asunto de la ignorancia y las miserias ajenas desplazadas, de las que las naciones receptoras no tienen que hacerse necesariamente solidarias en soledad. En definitiva, ningún país estaría obligado en principio a cargar con el peso creciente de las irresponsabilidades y las estafas políticas de los otros, ni del desorden y el poder omnipresente del crimen organizado en ellos, ni de sus políticas ineficaces, miserias humanas, autoridades corruptas y desplazamientos humanos generados por guerras fratricidas que los intereses hegemónicos organizan y desatan (caso actual de Europa).
Ciertamente la viabilidad sistémica de una nación no puede ser amenazada por un proceso migratorio descontrolado, anacrónicamente regulado, deficientemente vigilado y a menudo negociado por políticos desprovistos de todo sentido de la integridad y seguridad nacional, entendidos estos términos de manera objetivamente holística y dejando al margen los prejuicios nacionalistas locales.
Lo que resulta absolutamente inadmisible es el regreso a las espantosas escenas de los mejores tiempos del fascismo alemán, cuando en nombre de una raza pura que solo existió en mentes enfermas y alucinantes, la soldadesca hitleriana arrancaba para siempre de los brazos de sus padres enloquecidos de dolor a niños de todas las edades. La política trumpniana de “tolerancia cero” es infaliblemente una réplica pequeña -pero igualmente dolorosa- de esa barbarie del siglo pasado que creemos nadie ha podido describir de manera lo suficientemente objetiva en sus detalles más siniestros y conmovedores.
Con menos violencia y “mejores modales”, pero quizás dejando en las mentes infantiles traumas incurables, desde el mes de abril del año en curso las autoridades norteamericanas separaron de sus padres aproximadamente a unos 2,300 niños hispanoamericanos. Estos infantes, sin entender razones ni prioridades políticas y mucho menos económicas, son apilados en jaulas metálicas, sin lograr entender que su infamante aislamiento se justifica porque deben esperar la culminación de los procesos judiciales iniciados contra sus progenitores o tutores.
Lo de “traumas incurables” no esconde en absoluto la intención de alentar la conmiseración o la solidaridad de los lectores. El profesor de psicología en la Universidad de Columbia, Nim Tottenham, considera que "…en promedio, lo que vemos es que con esta experiencia inicial se potencia un importante factor de riesgo para los problemas de salud mental posteriores en la vida".
El coro de voces responsables contra el abuso infantil en la frontera sur de los Estados Unidos, resultado de la intención del presidente Trump de cerrar el paso a la inmigración ilegal, es ya de carácter global. Esas energéticas protestas forzaron al presidente a firmar, a unos días de considerarse él mismo con las manos atadas lanzando la bola de fuego al Congreso, una orden ejecutiva para detener la polémica medida.
Con esta orden las familias se reunificarían, pero permanecerían detenidas en los modernos campos de concentración habilitados, lo cual plantea la interrogante de si el abuso y la crueldad terminan con niños ahora encarcelados juntos a sus padres y tutores. El presidente, que en este momento nos confiesa cínicamente que no le gusta ver familias separadas y niños llorando desconsoladamente, prefiere por lo visto mantener a todas las familias que han logrado atrapar encerradas hasta que se decida su suerte, que sabemos será al final de cuentas la devolución masiva a sus países de origen.