En un país, donde la pena de muerte esté vigente, a los tres sicópatas que asesinaron a Claudio Nasco de 40 puñaladas ya los hubieran ejecutado.

El día 6 de noviembre del 1954 (¡el año en que se firmó el Concordato entre Trujillo y el Vaticano!), un grupo de jóvenes, tres de ellos de apellido Maldonado Díaz, asaltó la sucursal del “Royal Bank of Cánada” en Santiago de los Caballeros.

Fue algo inaudito, como salido de una película, porque fue meticulosamente planificado y ejecutado, en un país-fortaleza controlado por la macana trujillista.

Una vez en prisión (todos fueron capturados en menos de tres semanas) y condenados a treinta años de trabajos forzados. Sin embargo, a los pocos días después del juicio, se llamó al pueblo a presenciar su “ejecución” en el Estadio Cibao, aplicándoseles sumariamente la “ley de fuga”, muy común en aquella época.

Los ciudadanos vieron consternados cómo las vidas de aquellos muchachos  cayeron truncadas, aunque en el país no existía la pena de muerte, como tampoco existe hoy en día. Se habló de un “escarmiento” para sembrar el terror en el subconsciente colectivo de la población y para que a nadie se  le ocurriera cometer ese tipo de crimen jamás.

Para “justificar” el hecho, tanto el coronel Ludovino Fernández Malagón (el padre de Rafael Tomás Fernández Domínguez, el Héroe Nacional), que era el jefe de la plaza, como el Secretario de las Fuerzas Armadas de aquella época, el Mayor General Virgilio García Trujillo fueron retrogradados y responsabilizados de la ilegal ejecución sumaria. A los pocos meses volvieron a sus respectivos rangos.

El tribunal que juzgó a los tres asesinos de Claudio Nolasco (cada uno de ellos con perfiles anatómico-psicológicos de criminales clásicos) les ha aplicado la pena máxima de treinta años, después de recibir el “informe sociológico” solicitado por la defensa de estos irredentos muchachos. Algo muy sofisticado en una sociedad inmersa en la pobreza extrema como la concentrada en algunos barrios dominicanos, junto a la epidemia rampante de una criminalidad generalizada donde la conciencia colectiva parece haberse perdido para siempre.

De ahí el miedo de la población de salir a las calles después del crepúsculo.

En tiempos trujillistas estos psicópatas hubieran desaparecido automáticamente y como por encanto en la misma prisión. Recuerdo que en la hoy Avenida Abraham Lincoln (totalmente despoblada en aquellos días), existía un paraje llamado “la Finquita de Ludovino”. Este terminó sus días como General de Brigada e Inspector General de las Fuerzas Armadas de la Cuarta Brigada, con asiento en San Juan de la Maguana. Allí cayó asesinado por otro oficial del cual era “compadre”, el ex coronel Luis Ney Lluveres Padrón, en la noche del 4 de abril del 1958.

Se decía que allí, en la mencionada finquita de Ludovino, había unos pozos-tumbas destinados a prisioneros siquitrillados por “órdenes superiores”.

De más está añadir que este tipo de jóvenes psicópatas inescrupulosos, como los que asesinaron a Claudio Nasco, no eran considerados aptos para la rehabilitación ciudadana y los “desprogramaban” en el acto sin contemplación.

No olvidemos que Claudio no era dominicano, que procedía de un ambiente socio-económico diferente y vivía en un nivel de clase media alta, muy distinto al de sus homicidas. Esas 40 puñaladas traperas (indicando resentimiento, violencia contenida, venganza premeditada y ajuste de cuentas) se pueden enfocar dentro de estos parámetros, además del hecho de que Claudio estaba envuelto en prácticas  por las cuales sub-pagaba a estos tígüeres del barrio de Hato Nuevo. De hecho, no les pagaba lo convenido.

Todos estos factores, aunque jamás justifican el crimen, fueron tomados en cuenta por el tribunal, para una justa reconstrucción forense del crimen.

Hay un factor, sin embargo, nunca ponderado lo suficiente. Se trata del aspecto de la conciencia colectiva que se proyecta en toda conducta psicopática. Estos criminales son producto de nuestra sociedad, son hechura conjunta de la dinámica socio-económica en que vivimos y nos movemos, proveniente de la injusticia distributiva permanente que ha afectado desde siempre a la sociedad dominicana.

Solamente tenemos que darnos un paseíto por cualquier barrio periférico y constatar que la mayoría de los dominicanos vivimos indiferentes los unos de los otros. Cada quién con su cisternita, su inversorcito o su plantica eléctrica, con su sirvienta de turno, sus clubes privados y sus restaurantes preferidos. Con sus gimnasios para dar brinquitos, porque los demás no nos importan nada.

La conciencia colectiva que impera es la de “sálvese quien pueda”. Mientras yo resuelva mis problemas, a Dios que reparta suerte entre los demás “brinca-charquitos”, como hace el Presidente los fines de semana. Cada brinca-charquitos sobreviviendo como puede y a su manera.

Esos muchachos criminales son los representantes directos de todo el resentimiento y la venganza reprimida y acumulada por generaciones en el inconsciente colectivo que ha prevalecido siempre en nuestra sociedad desequilibrada. Como en una tragedia griega, tenemos que hacernos cargo de ellos, porque ellos son proyecciones de nosotros mismos.

Más que una terapia de tipo conductual, necesitamos una terapia de transformación espiritual integral, una metanoia (un cambio de conciencia cualitativo total) porque en realidad todos somos parte del mismo pastel.

Todos somos culpables.