Durante las fiestas de las Lupercales, los habitantes de la antigua Roma se purificaban gracias al ritual en que sus sacerdotes, los lupercos, golpeaban a los pecadores armados de una correa llamada februa. Februarius, latín derivado de februare, purificar correas, explica el nombre del segundo mes del calendario judeocristiano; un particular período que durante la modernidad celebra, entre otras cosas, el mes del corazón, la muerte de Kant, el nacimiento de Darwin, la cercanía de los carnavales y por supuesto, las andanzas del santo Valentín repartiendo amor al mejor postor. Sin aspavientos de purificación, es un agridulce regalo el que que año tras año este mes nos recuerde a Julio Cortázar, imperecedera voz de la literatura Latinoamericana ida a destiempo, hace justamente 34 años y varios días.
Es claro que todo se ha escrito sobre él y sobre su obra. Apenas intentamos trazar aquí una que otra confesión, nostálgicas remembranzas del cronopio que enseñó a soñar a toda mi generación; a soñar diferente, para ser más justo. Y también recordar a ese quien al escribir frases como “Me basta mirarte para saber que con vos me voy a empapar el alma” o “Vení a dormir conmigo: no haremos el amor, él nos hará”, sacudía toda noción de orden sentimental en las entrañas de un mocoso adolescente que torpemente intentaba jugar al amor.
Cortázar murió un domingo 12 de febrero cuando París y la Argentina, sus hogares ficticios y reales, vivían los años tempranos de la década de los 80, época preconizadora de sucesos que cambiarían al mundo. La democracia, que apenas retornaba al Cono sur, motivó el último gran viaje del Lobo a su continente: quería saludar al entonces presidente Alfonsín y celebrar en las calles la reconquista de la libertad, según cuenta Tomás Eloy Martínez. Cortázar ya andaba colgado de la tristeza, “cansado de su cuerpo” tras la muerte de la Osita Carol Dunlop, su última pareja; y a causa también de la leucemia que le arrebataba la vida. Sabía que jamás regresaría al Buenos Aires de su Rayuela ni a la rayuela de su Buenos Aires. Le acosaba la muerte.
Aunque desarrolló un intenso activismo político y exploró otras formas artísticas como la fotografía y el cine, le recordamos esencialmente como el escritor artífice de un juego donde las palabras mismas, en ocasiones ni siquiera con la conciencia de su autor, inventaban historias y personajes de vida propia: famas que se escurrían entre nuestra imaginación y el entorno mismo que Cortázar intentaba sacudir. Rayuela, a juicio de muchos, más que novela representó un estallido de la realidad y del lenguaje, “una apuesta de los límites; una de las aventuras verbales más altas de la lengua castellana de todos los tiempos”, en palabras de Enriquillo Sánchez, nuestro cronopio mayor.
El grupo editorial Penguin-Ramdom House acaba de publicar hace unas semanas el volumen Julio Cortázar: Obra crítica, con edición a cargo de su muy cercano amigo Saúl Yurkievich quien enfatiza en el prólogo cuan prolija, valiosa e innegablemente aguda fue la prosa ensayística cortazariana. Aparecen agrupados en este importante libro textos publicados “desordenadamente” en múltiples espacios desde 1947 a 1984; se destaca, sin embargo, un fajo inédito de igual relevancia para el académico como para el lector: “Teoría del túnel”. Ensayo que explora los derroteros de la novelística moderna, desde la burguesa y la romántica hasta la existencialista, trabajo que según Yurkievich le sirvió a Cortázar de fundamento e instrumento para situarse en relación con las tendencias literarias que él consideraba más avanzadas, pero, sobre todo, “para enunciar su propio programa novelesco” que como es conocido, posteriormente culminaría en Rayuela.
A propósito de la recopilación de otros trabajos inéditos en la colección Papeles Inesperados dos décadas atrás, Martínez escribió que “si Borges dejó en la literatura argentina el lujo de una escritura inteligente en la que cabía el Universo, Cortázar enseñó a trastocar todos los órdenes del lenguaje y a recuperar el desdeñado acento latinoamericano”. Curiosamente, fue el propio Borges quien en 1947 publica “Casa Tomada”, un cuento del autor que nos ocupa que catalogó de “magnífico” y que al parecer representó la primera vez que Cortázar “veía un texto suyo en letra de molde”.
Cosmonauta cazador de fábulas y paisajes, Cortázar fue un incisivo y sensibilísimo cuestionador que se dio a la exploración de la realidad armado de las letras y del pensamiento, armas secretas refugiadas en el lápiz que tan magistralmente utilizó en su dilatada obra narrativa. Fue capaz de pensar en porteño viviendo en París y de transformar la noción del presente y la temporalidad del texto alertándonos sobre el poderío de lo inaplazable y lo desconocido: el futuro. En Papeles inesperados aparece un párrafo titulado “Orden del día” donde bajo el pseudónimo de Julio Denis nos convida a olvidar los relojes, esa suerte de esclavitud moderna que hace líquida toda noción del existir; nos encomia a seguir los pájaros, a la libertad, consigna fundamental que le guió durante sus 69 años de vida:
“A qué viene la noche si no es buscando pájaros. Sobre la profundidad que abraza mi balcón, asisto sin palabras a la marea ciega y astuta, sus lápices infatigables, el pausado latido concéntrico de su corazón. Por eso he abandonado el sueño, saliendo de sus manos por un infinito estudio y una segura consecración. Ahora estoy enteramente en la actitud nocturna que las horas más graves exigen. Huyo de los relojes, establezco distancias invariables de mi cuerpo al llamado de timbres y campanas. Sostenido en mi balcón por una paciencia osada, miro la calle llenarse de topacios, en una sorda batalla de sustituciones, hasta que las aristas de toda construcción son arrastradas por la marea de lo que viene y las aguas de la sombra ascienden, con aspirados torbellinos silenciosos, hasta mi refugio. A qué viene la noche si no es buscando pájaros. Cuando está junto a mi, abro los brazos, la bebo profundamente y me dejo ir, ya olvidado de resistencias, como un halcón fulminado o una construcción gótica.”
Todos los febreros somos memoria, fuegos y el fuego, y, sobre todo, somos Cortazár. Inquietos de alma, cazamos pájaros en la noche y en el día persiguiendo muchachas en la playa junto a él: “A mi vez dejaré en tu piel la huella de estas ceremonias, / de hábitos definidos, / de maneras y de ángulos, / oh arena donde tantos arquitectos levantaron sus torres y sus puentes / para que el viento los llevara mientras tú te volvías al malecón o al bar / virgen a tu manera, la manera mejor y más hermosa de ser virgen, / dadora de las playas para los nuevos juegos. / Sorprendidos entre mareas y amaneceres, somos también Polanco, Oliveira, Horacio y Rocamadour preguntando, húmedos y melancólicos, por el paradero de la Maga.