Con regularidad, a los cristianos se nos condena por ser dogmáticos y por no estar dispuestos a afrontar la realidad a causa de nuestra postura en cuestiones de política social. Pero cuando se trata de la familia, son nuestros críticos quienes pecan de dogmatismo.
El compromiso de los auto-denominados liberales con la “igualdad” es tal que no pueden aceptar la evidencia de que un matrimonio entre un hombre y una mujer suele producir el mejor resultado para los niños. Su compromiso previo con la igualdad los obliga a negar esta verdad objetiva, defendiendo la llamada “diversidad de las familias” que convierte el matrimonio en una de tantas formas de familia y lleva a imaginar que no hay motivo de preocupación por el hecho de que cada vez más niños sean criados sin el beneficio de un padre y una madre unidos en matrimonio.
La mayor parte de los cristianos conserva una idea tradicional de la familia, y por lo tanto la creciente creencia de que ese punto de vista es un “prejuicio antiguo y desacreditado” resulta muy amenazadora para nuestros opositores.
Esta creencia “progresista” ya ha obligado a cerrar las agencias de adopción cristianas en el Reino Unido y otros lugares y el vice primer ministro británico Nick Clegg, durante la campaña para las elecciones generales, afirmó que las escuelas religiosas deberían estar obligadas a enseñar que las conductas homosexual y heterosexual son igualmente lícitas desde el punto de vista moral. Cada vez más, se intenta hacer callar a quienes creen idealmente que un niño debe ser criado por su padre y su madre.
Tal como hemos mencionado, todo esto forma parte de la creencia generalizada de que las formas tradicionales de religión son inherentemente discriminatorias y anti-igualitarias y, en esencia, manifestaciones de prejuicios. Por lo tanto, la plaza pública debe ser higienizada de toda religión y suprimidas las expresiones de ciertas creencias religiosas.
El movimiento secularista ve las formas tradicionales de religión como una afrenta a la igualdad y la racionalidad e intenta imponer en la sociedad lo que podríamos llamar un laicismo que margine la religión de la vida pública. Este laicismo pretende obligar a nuestros hijos a aprender una moral sexual que contradice los deseos de nosotros como padres cristianos, en franca violación a la Constitución de la República, a la Convención Americana sobre Derechos Humanos y a la Ley General de Educación. El proyecto de ley de salud sexual y reproductiva que cursa en la Cámara de Diputados es una evidencia de la afirmación anterior.
Las organizaciones cuyos valores se consideran contrarios al principio de trato igualitario deben ser clausuradas u obligadas a modificar sus principios. Pensemos en el proyecto de ley de cultos sometido por el senador de Barahona. Esto constituye una infracción a la separación entre iglesia y Estado, dado que el Estado ataca con ello directamente la autonomía de las asociaciones religiosas.
Esta agresividad secular pretende limitar el derecho de libertad de conciencia de los ciudadanos creyentes. En Europa Occidental, los oficiales del Estado Civil pueden ser amonestados o incluso encarcelados si se niegan a oficiar ceremonias de unión civil o bodas para parejas de personas del mismo sexo. Los farmacéuticos tienen que estar dispuestos a dispensar la píldora del día después. Los doctores deben estar dispuestos a realizar abortos en aras de los “derechos reproductivos”.
Lo que estamos presenciando en Europa Occidental y algunas regiones de Estados Unidos es el ascenso, o más bien, el retorno, de una nueva forma de absolutismo moral basado en la priorización del valor de la igualdad sobre todos los demás valores. Rechacemos esta invasión cultural y defendamos nuestro espacio en la vida pública.