El pasado lunes 11 de febrero, despertamos con la noticia de que el Sumo Pontífice, Benedicto XVI, había renunciado al ministerio de Obispo de Roma, por lo que, a partir del próximo 28 de febrero, a las 8:00 p.m., la sede de San Pedro quedará vacante y deberá convocarse el cónclave para la elección del nuevo Papa.
Ante semejante noticia, los comentarios y críticas no se hicieron esperar, tanto de los creyentes como de aquéllos que no lo son tanto; y como la naturaleza del ser humano y, sobre todo, del dominicano, le lleva a entender que siempre “hay gato entre macuto”, muchos se cuestionaron sobre las “verdaderas” razones que condujeron al Papa a tomar una decisión de tal envergadura.
De mi parte, y más allá de saludar la responsable decisióntomada por quien entiende que ya no cuenta con el vigor de cuerpo y de espíritu para ejercer en forma adecuada el ministerio que le fue encomendado, la renuncia del Sumo Pontífice me condujo, en primer lugar, a anhelar la renuncia de muchos individuos que representan lo más bajo y ruin de la sociedad dominicana.
"…con la noticia dada por el Papa el pasado lunes también me percaté de que los dominicanos vivimos en un estado de renuncia permanente"
Quiero la renuncia de todos aquellos funcionarios públicos que, a pesar de contar con las condiciones físicas para desempeñar el cargo en el cual han sido nombrados, carecen de toda aptitud intelectual y condición moral para ejercer sus funciones.
Quiero la renuncia de todo aquel soberbio que, valiéndose de ínfulas injustificadas de poder, pretende restar mérito y avasallar a todo ciudadano que ose cuestionar los manejos que da a los recursos del Estado que son puestos en sus manos, los cuales, en definitiva, utiliza para su provecho personal y el de sus familiares y allegados.
Quiero la renuncia de aquellos mal denominados “empleados al servicio del Estado Dominicano” que, de manera injustificada, medalaganaria e irrespetuosa, se auto-aumentan el elevado sueldo que devengan, por entender que el mismo resulta insuficiente para cubrir sus necesidades más perentorias.
Quiero la renuncia de todo aquel que se atreve o intenta mercadear con los bienes del dominio público del Estado como si fuesen bienes de su patrimonio personal, disfrazando tales actuaciones ilícitas con un pretendido manto de legitimidad que el más ingenuo de los infantes no es capaz de creer.
Quiero la renuncia de todo el legislador que, faltando al voto de confianza depositado en él por quienes cometieron el error de elegirlo para que los represente en el Congreso, vota a favor de proyectos de ley que sabe perjudiciales para el Estado Dominicano o, lo que es aún peor, sin siquiera haberlos leído.
Quiero la renuncia de todo el político que, sin importar lo que le cueste, sólo aspira a llegar al poder para satisfacer sus aires de grandeza, mas no para servir al país cuyas riendas pretende asumir.
Ahora bien, con la noticia dada por el Papa el pasado lunes también me percaté de que los dominicanos vivimos en un estado de renuncia permanente.
Renunciamos, la mayor parte de las veces, a exigir que se nos rindan cuentas del uso dado a los fondos públicos, pues olvidamos, al parecer, que los funcionarios que ocupan cargos en el gobierno de turno no han sido premiados con una “beca”, sino que están llamados a desempeñar sus funciones de conformidad con los mejores intereses del Estado Dominicano.
Renunciamos a exigir justicia y condena para los corruptos, porque nos hemos acostumbrado a ver los actos de corrupción y de despilfarro de los fondos del Estado como parte de la idiosincrasia del dominicano, contra la cual no se puede luchar.
Renunciamos a protestar contra los abusos del Gobierno y de las autoridades, contra la imposición de nuevos impuestos destinados a exprimir aún más al contribuyente y a privarle de los exiguos recursos con que todavía cuenta, porque entendemos que por más que se grite y patalee, nada cambiará.
Renunciamos a reclamar leyes más justas y razonables, ya sea porque, en virtud de un razonamiento egoísta, consideramos que mientras una determinada ley no nos afecte de manera directa, “ése no es problema mío”; o porque, por un razonamiento simplista, llegamos a la conclusión de que ya no hay nada que se pueda hacer y que “es mejor dejar las cosas así”.
Y tú, ¿quieres la renuncia de alguien? Y tú, ¿a qué has renunciado?