Cuando la República Dominicana inició su proceso democratizador en el año 1978, el primero en el subcontinente americano, los dominicanos pensábamos que la policía iba a dejar de asesinar en nombre del orden y la paz; eso fue lo que nos dijeron. También nos dijeron que "la democracia política caminaría de la mano de la democracia económica"; que "ningún dominicano se iría a la cama con su estómago vacío", es decir, sin "comer las tres calientes"; que la "democracia sin equidad es éticamente injusta, socialmente intolerable y económicamente insostenible".

Construyeron "el árbol de la corrupción" y nos prometieron "tolerancia cero contra ese flagelo"; nos dijeron que en sus gobiernos "se  podían meter los pies pero no las manos"; que no habría "borrón y cuenta nueva"; nos explicaron con exactitud meridiana que los recursos quitados de las manos de los políticos corruptos se destinarían a políticas sociales, especialmente a educación, ya que ésta "es el motor del progreso de los pueblos"; y lo pregonaron hasta la saciedad, tanto en los foros nacionales como internacionales. Con esa arenguita, sin sustancia práctica en el ámbito nacional, les declararon visitantes distinguidos y les otorgaron doctorados honoris causa en varias universidades extranjeras.

Luego nos dijeron que el Estado era muy grande e ineficiente, que las "empresas públicas eran un nido de clientelismo, corrupción e ineficiencia", y que por tal razón había que privatizarlas; y  lo hicieron, incluyendo a la Corporación Dominicana de Electricidad, y con un tono profético pronunciaron la siguiente frase: "prometo solemnemente que dentro de cuatro años el problema de la  electricidad será cosa del pasado".

Después nos explicaron que el problema del Estado Dominicano era su arquitectura institucional, la cual imposibilitaba que fuera eficiente, que los políticos corruptos fueran a las cárceles, que la policía y las fuerzas armadas no estuvieran envueltas en casos de narcotráfico, que la inequidad aumentara, que en los hospitales faltaran hasta jeringuillas; y elaboraron y aprobaron los proyectos de ley.

¿Y qué hicieron con los más empobrecidos? Les crearon tarjetitas y funditas que no resolvían sus problemas, pero les convertían en clientes, además de que así alimentaban sus discursos redentores.

Entretanto, juraron y perjuraron delante de Dios y todos los santos que la reelección era "una maldición" y "creaba sobresaltos innecesarios a la sociedad dominicana".

Los dominicanos fuimos llamados a diálogos y consultas. Realizamos foros por la excelencia de la educación, por la salud, por el medio ambiente, por la seguridad ciudadana, por Haití, por la participación social y hasta por la paz en Medio Oriente. Nos tuvieron de foro en foro, y nos lo justificaron con el argumento de que valía la pena, por la salud de una democracia representativa "con los oídos en el corazón del pueblo". Contrataron consultorías de expertos nacionales y, para santificar lo que éstos habían hecho, también de internacionales.

Sólo faltaba una por reformar, la más suprema, la más importante, la más sublime, la inviolable: la Constitución. Entonces nos convocaron a consulta, bajo la coordinación de expertos e intelectuales; y la elaboraron, la aprobaron y la bautizaron como una "de las más avanzadas del mundo occidental". Y nos prometieron que de ahora en adelante se respetarían las leyes que habían sido continuamente violentadas. Nos aseguraron que si lográbamos poner en la nueva Constitución la frasecita "Estado Social y Democrático de Derecho", lograríamos la "revolución democrática".

Durante los 33 años de proceso democrático la policía dominicana ha asesinado a más jóvenes pobres que durante la revolución de abril del año 1965 y los doce años autoritarios de Balaguer juntos; la inequidad sigue invariable; estamos entre los peores lugares en inversión y calidad de la educación de los países del nuestro entorno; ningún político ha estado en la cárcel por corrupción; la ley es una ficción; los servicios públicos son de muy mala calidad; el clientelismo penetra en los organismos del Estado, y el personalismo y continuismo siguen tan vigentes como en el siglo XIX.

Pero, para bien de nuestro proceso político, la democracia no es un atributo exclusivo de los partidos y del aparato del Estado, sino también, y sobre todo, de una sociedad que se moviliza por una mejor educación y por el respeto de la ley, que reclama unos mejores servicios públicos, y que aspira a unos políticos de mejor calidad.