Filomena Emilia me acompañó el jueves al Parque Mirador del Sur. Es la nueva entrenadora de la familia. Nos saca a cada uno a caminar para quemar sus energías.

Distintos caminantes se detuvieron a saludarla, obligándome a retirarme los audífonos y salir de mi arrobamiento para agradecerles. Fueron varias pausas. Filo se deja querer.

Ella devuelve los saludos cariñosa y seguido me tiraba del brazo para continuar su paseo. Parece oír la percusión que escucho, su trote lleva el ritmo de la batería. Pedí a Spotify una banda sonora completa, cuyo cancionero conozco de memoria, cada nota suelta, cada palabra dicha y cantada, cada acorde.

El sol estaba colgado en el mismo sitio en que lo dejamos la mañana anterior. De frente a nuestras caras estaba su confiable maravilla. Gloria al removedor eterno de la oscuridad (jai guru deva). Buen modo de empezar la mañana del Día de Acción de Gracias.

Las charlas o chats en WSP agradecían. Contestaría más tarde. Entre los halones de Filo, preguntaba a algunos cómplices por esa vía quién tenía Disney Plus, pues yo no. Mi amigo Pedro me aceleró los latidos más que Filo al informar que el primer episodio había sido colgado en la plataforma. Filo aprovechó mi pausa para hacer sus necesidades, en lo que conversaba con él.

Pedro puso su casa a mi orden para el fin de semana. Tenía cena familiar esa noche. La festividad estadounidense ha vencido imperios y cruzado a nuevas jurisdicciones. Unir a la familia en la mesa para agradecer es un gesto universalmente humano.

Entre otras cosas, el Día de Acción de Gracias es el jueves por excelencia para los estrenos cinematográficos. Los nuevos controladores del maravilloso mundo de Walt Disney saben que, por muy británico que sea el filme, ese jueves era el día perfecto para lanzar la producción a nivel mundial.

La cachorra terminó sus quehaceres. Me miró, en mis audífonos sonaba Dig it, (en su traducción, me encanta, en la mía, cávalo) y continuó su marcha veloz, en tanto yo seguía sin saber dónde vería el primero de los tres episodios a develarse paulatinamente durante este fin de semana.

Desde los años setenta del pasado siglo se maneja el mito de las cajas escondidas en un estudio de cine en Londres. El posible mal estado del celuloide, y los interminables litigios por el derecho de autor y control corporativo del patrimonio de sus causantes y causahabientes, mataron por décadas la esperanza de ver algún día ese pietaje.

Hace semanas, el avance o trailer que esperaba con alegría desde la adolescencia me produjo una honda tristeza. Cuánta fuerza creativa y alegría por la vida tenía quien violentamente la perdió en años venideros.

Déjalo ser, entonaba con la felicidad de mi acompañante en la fresca mañana de Adviento caribeño. Filo avanzaba oliendo cada objeto a su paso. Parecía buscar algún tesoro escondido.

Las cajas de celuloide entregadas cincuenta años después al director Peter Jackson, convirtieron el mito en una laboriosa producción. Las supongo polvorientas y del mismo serial de Apple Films, como aquella que Pedro Jiménez puso sobre el piso de mi casa, hecho de mosaicos en forma de tablero de ajedrez en el invierno de 1981.

Era la cinta distribuida exclusivamente para la República Dominicana del documental filmado por Michael Lindsey-Hogg en 1970, sobre la grabación disco homólogo de larga duración que escuchaba en el paseo con Filomena Emilia.

Pedro era mi tío, esposo de mi tía Leticia Pagán, una de las hermanitas menores de mi mamá. Ella lo sobrevive. Era cercano y jovial, por eso no le decíamos nunca tío, solo su nombre. Esa tarde me encontraba todavía en el uniforme del colegio, cuando Pedro puso la pesada caja de metal en el piso a cuadros sin decir nada. El recipiente hexagonal tenía un sello que decía: Let it be (1970). Su mirada achinada e inteligente junto a una mitad de sonrisa formaron el jaque mate.

Antes de tener negocios propios Pedro fue peliculero, argot para el oficio de distribución de películas y/o operador de salas de cine. Mi papá, junto a los tíos Chino Yépez y Pierino Del Giudice, compartían esa línea de trabajo.

Los amores de mis tíos Nora Pagán y Chino, en los años cincuenta, parieron los de mis padres, así como los de mi tía Isaura Noboa y la mencionada tía Leticia y con las uniones a nosotros. Ellas cuatro se casaron con peliculeros. Mis hermanos y primos vimos tantos pedazos de cintas de celuiloide rodando por nuestras casas e infancia, como fundas de harina de trigo habrá visto el hijo de un panadero.

Pedro era un gran lector, y tenía una conversación avanzada. Mi prima Eva Leticia, su hija, heredó su sabio sentido del humor y sus ojos de almendra cortada. La tragedia del 8 de diciembre de 1980, recién había ocurrido. Pedro, que antes me había puesto a leer las Confesiones de Jean Jacques Rousseau, al poner caja como ficha de ajedrez en mi poder me hizo uno de los mejores regalos que he recibido.

La caja hexagonal había resistido el embate del tiempo. Adentro contenía el material fílmico que mi hermano Guaroa y nuestros respectivos amigos vimos días después. En un tiempo sin internet ni televisión por cable, disfrutaríamos de la cinta dirigida por Lindsey-Hogg gracias a que mi papá completó la hazaña. Buscó un proyeccionista un sábado por la mañana, pagándole un dinerito para que fuera a bregar con esa reliquia en el cine Naco.

Pedro la encontró, no sé por qué, en los almacenes de tío Chino. Lamentablemente estaba destrozada, se pudo apreciar muy poco el contenido audiovisual. Cuando se estrenó en Santo Domingo, once años antes, me alfabetizaba y era difícil distinguir entre la realidad y fantasía. Si escuché en la radio o vi en el cine ese material discográfico. A los dieciseis años, gracias al redescubrimiento de Pedro, reconocí algunas tonadas y recordé la inconfundible armonía.

Frente a la entrada del recién inaugurado parque canino a lo interno del Mirador, Filomena hizo un giro obligándome a salir del boulevard e internarme entre los árboles. Supe que esa era una ruta conocida por ella cuando va con los otros en casa de paseo. Quiso seguir por ese largo y sinuoso camino. Me llevé de ella. Los coros y las patas de mi perra adjuntan memorias más largas que el camino que tenía por delante. Bajo el manto fresco de los árboles del parque, mi abstracción me hizo recordar otra caja guardada.

La avenida Anacaona mostraba desde las ocho de la mañana el entaponamiento que ocurre en Santo Domingo en plena festividad estadounidense, y desde la fecha, el tránsito se complica hasta Nochebuena. Hubo un período, ya superado, en el que no disfrutaba la Navidad. Es difícil aceptar el gozo colectivo de fin de año, si estás en un período de duelo.

Las cajas de celuloide entregadas a Jackson y la alegría por descubrir su añejado contenido, mientras Filo y yo andábamos de camino de regreso a casa (on our way back home), me hicieron cavilar sobre otra caja cerrada desde 2009. Al volver a Santo Domingo hace ocho meses la miro todos los días. La guardé en mi armario para que Filo no la confundiera con sus juguetes, como ha pasado con el arbolito de de Navidad.

Al volver a casa, solté a Filo y le puse agua para que no me persiguiera juguetona. Me encerré en el armario, abrí la caja y encontré los olores del tiempo en que mi hijo vivía, los que disfruté sin tristezas por unos breves minutos y la cerré tranquila nuevamente.

En eso, me di cuenta que mi sobrino Giulio me había enviado por WSP su clave de Apple TV. ¡Albricias! Volvería a los estudios Twickenham en 1969 en cuestión de horas. Llamé a mi hermano Guaroa para que volviera a acompañarme como aquel sábado en el cine Naco. Un recalentado de almuerzos de la semana que compartimos con mi esposo y mi hijo, mientras encendíamos Disney Plus, fue una fantástica cena de Acción de Gracias.

Todo el mundo tuvo un mal año, todos pasaron un buen momento, dice una voz inmortal en un estribillido de la canción I´ve got a feeling, mi favorita del álbum Let it Be. Muchas familias entrarán al período Navidad en sus más oscuros días de duelo. Ocasión para celebrar unidos los buenos momentos con los que ya no pasan a la mesa.

Filo subió como un tigre al sillón asustando a Guaroa, no acostumbrado a la agilidad de estos animales domésticos. La casa de pisos de ajedrez fue de gatos. La perra ubicó un asiento frente a la televisión entre mi hermano y yo. A través del universo del filme volví al 1969, el universo de mis padres y tíos, el tiempo de mi infancia más tierna, la fuente primaria de mi búsqueda de expresión artística grabada en esos estudios de cine y música.

Detrás de Filo, pero calladita llegó Sophia, la shih tzu blanco y negra como los pisos de mi vieja casa, que se hizo parte de la familia en 2009 para sanarnos el duelo. Cumplió doce años y le ha costado acostumbrarse a la energía de la bebé inquieta que creció con la velocidad del rayo en cuestión de meses.

Sophia se acostó a mi lado, a pesar del escándalo de tres guitarras, la batería y el relajo que tenía Filo excitada por la música. La cachorra dorada ocupó con su alegría la sana distancia entre mi hermano y yo, atenta a la pantalla y lamiendo a Guaroa, no demasiado encantado con tanto afecto canino.

Viendo la docuserie Get back (2021) del director Peter Jackson descubrimos que a mi perdigera dorada (golden retraiver) es otra beatleamaníaca